dijous, 30 de setembre del 2010

Perdonen el asuntillo privado pero tengo que decirles cómo estoy: estoy cabreada porque me muero de sueño pero no quiero ir a dormir. ¿Les suena esta sensación de cuando tenían más o menos 2 ó 3 años?

Yo la última vez que me sentí así fue exactamente el 7 de julio de 1987, a las 4.30h. de la madrugada: tenía 14 años, después de largas negociaciones había conseguido por primera vez en mi vida que mis padres me dejaran quedarme de farra hasta después del encierro. Sin embargo tenía que rendirme a la evidencia de que se me cerraban los ojos y lo mejor era claudicar y tirar para la cama. Diré en mi favor que llevaba en la calle desde la mañana del día anterior, desde un par de horas antes del Txupinazo.

Y ahora les diré por qué hoy, de nuevo, estoy así: Xavier me ha regalado un libro que tenía guardado para mí desde julio: "Menos que palabras", de Ángel Gabilondo. Y me lo ha regalado por dos cosas: una, porque en la portada sale una imagen de una pintura antiquísima de un nadador zambulléndose en el agua y, dos, porque el primer capítulo se titula "Aprender a nadar" (con los subtítulos: "El final del nadador", "El mar del aprender", "Espacializar la duración", "El cuerpo a nadar" y "El deseo del nadar"). ¿Ven el link?. Y yo ahora, claro, me quedaría hasta las tantas leyendo sin embargo tengo que rendirme a la evidencia de que se me cierran los ojos y lo mejor es claudicar y tirar para la cama. Diré en mi favor (yo siempre tengo algo que decir en mi favor) que llevo en danza desde las 7.30h. y que hemos hecho un PROGRAMÓN redondo, de esos en los que todo encaja, el invitado se pone a cantar, la especialista en clásicos lo borda, la dibujante casi se pone a aplaudir y, encima, clavamos el tiempo de duración.

Gràcies Xavier!
Aquí, poniéndome un poco tontuela porque hoy empezamos temporada nueva de L'hora del lector (a las 23.50h., en el C33).
Y los arranques de temporada suelen ser siempre para ponerse un poco tontuela.

Véannos, anden, que es un trabajo a veces contra viento y marea pero siempre hecho con amor.
(Además hoy tenemos el alsostarring de mi amigo Héctor)

dimecres, 29 de setembre del 2010

Veo una foto de los príncipes de Suecia dando de comer a unos pingüinos. Están agachados (como se dice en catalán: "a la gatzoneta", que suena a euskara y me hace mucha gracia) y nada vestidos para la ocasión con unos modelazos principescos muy poco adecuados ni para una visita a la Antártida ni para una visita al zoo ni para los guantes protectores amarillos que llevan, que son en lo primero en que te fijas cuando ves la foto.

Unos guantes protectores amarillos totalmente desproporcionados a la situación, quiero decir, ¿protegerse de qué?, si los pingüinos tienen una pinta de estar asustadísimos y sintiendo una nostalgia tan terrible de unas piernas largas que les permitan salir corriendo que ríete tú de la nostalgia freudiana de otros apéndices corporales.

A mí la foto me ha recordado por todas estas incongruencias visuales a aquellas fotos de boda en que los novios dan de comer a los cisnes más preocupados por que no se les caiga el velo al charco o abrazan árboles poniéndose de puntillas para que los tacones no se les queden clavados en el césped, sonriendo un momentito a la cámara y separándose después del tronco con cara de asco, mirándose la pechera con miedo de que se les haya quedado enganchado un churretón de resina, que es muy difícil de sacar luego.

Mirando la foto, he pensado que la vida de los reyes debe de ser así -sonreír un momentito y poner enseguida cara de asco y sacudirse el vestido- todo el rato. Y también, a veces, poner cara de muy muy preocupados por algo, así como de que algo rollo ETA o la sociedad les ha decepcionado brutalmente y ellos miran al horizonte con un gesto que mezcla seriedad, compromiso y esperanza en sus justas medidas... Ésta debe de ser la vida de los reyes y la del Papa también.

Así que creo que la misión de los reyes y la del Papa no es otra que ofrecernos al resto de los mortales un álbum de fotos de boda. Uno se compra las revistas y va comentando: "Mira qué sombrero, mira qué sotana, mira cómo saluda, mira la gente qué contenta estaba...", que es lo mismo que se comenta con las fotos de las bodas de los amigos.

Y eso es todo lo que he pensado hoy. No está mal para un domingo regalado, ¿no?

(Y por eso de que les hará más gracia ver las fotos luego es por lo que irá toda la gente que irá a ver al Papa cuando pase por aquí dentro de unos días, ¿no? Porque todo el mundo sabe la cara de asco infinito que pondrá este hombre divino cuando vea todo aquello en obras y todos los pixats del Casc Antic y los súpers pakis y las latinbandas que hay por aquel lado del Eixample. Porque nadie ya se cree que este señor sea alguien que merezca ser aclamado... ¿no? ¿NO?)
Iba a hablar de la huelga pero me he dicho "calla, calla, que de aquí a poco esto estará tan olvidado que nadie sabrá de qué hablabas". Y con eso ya lo he dicho todo.

dilluns, 27 de setembre del 2010

Volvía del trabajo en el Tram, cuando se me ha aparecido una mentira obsoleta. No la he podido identificar como mentira obsoleta desde el primer momento porque, la muy cabrona, primero se ha manifestado como imagen sorpresiva.

La secuencia ha ido así: en el momento en que el Tram a cogido la curva de Adolf Florensa con Diagonal, el señor que iba sentado a mi lado me ha pedido que le dejara salir, que bajaba en Palau Reial, lo cual me ha hecho levantarme yo, levantar la vista del libro que venía leyendo desde Sant Joan Despí y, al volverme a sentar tras dejar pasar al señor, mirar un momento por la ventanilla. Entonces he visto algo, que no cuadraba con cierta historia que me habían contado, que me ha hecho abrir súbitamente la boca y los ojos un milímetro más de lo que ya los tenía abiertos y aspirar aproximadamente un centímetro cúbico de aire de forma, aunque discreta, un poquito tirando a violenta por lo repentina. Efectivamente: he tenido todas las reacciones típicas que tiene un individuo ante una imagen sorpresiva.

El Tram ha seguido su camino pero no crean que por eso la imagen se ha ido empequeñeciendo en la acera, qué va, la tía se ha instalado en mi cabeza haciéndose más grande aún, dispuesta a acompañarme en mi viaje en Tram y más allá si hacía falta. Pero, de repente, ha empezado a ocurrir algo curioso: mi memoria se ha empezado a pelear con la imagen sorpresiva. Primero la ha intentado echar de una patada al grito "tú no has pasado"; luego, se ha acercado y la ha empezado a examinar de cerca, detalle por detalle, contrastando lo que recordaba haber visto hacía escasamente medio minuto con lo que recordaba de hace unos meses de las imágenes por separado que constituían la totalidad de la imagen sorpresiva. Entonces le ha empezado a dar cabezazos al ritmo de gritos como "sí que existes, sí que eras tú". En ese momento, yo, que ya no leía ni miraba por la ventana, he sacudido la cabeza como queriendo aliviar la presión de la pelea que estaba sucediendo dentro de mi cráneo y he conseguido así generar una fuerza centrífuga que ha obligado a mi memoria y a la imagen sorpresiva a separarse la una de la otra.

Ha sido entonces cuando mi memoria ha vuelto a acoplarse en su sitio correspondiente de mi cerebro y mi cerebro se ha puesto, más frío, a examinar la pinta de la idea sorpresiva, que, a decir verdad, cada vez tenía peor aspecto: parecía como si hubiera empezado a sufrir una especie de degeneración hacia el ridículo. Que ¿cómo sé que iba hacia el ridículo y no hacia otra cosa? Pues, primero, porque cuanto más consciente se ha hecho mi cerebro del tiempo que separaba de aquella imagen sorpresiva a algunos recuerdos de mi memoria, más se iba empequeñeciendo ésta. Y segundo, porque cuando mi memoria ha traído de repente al frente otra imagen -la de la persona que me había contado la historia que en el fondo había dotado a la imagen de la cualidad de sorpresiva-, más desgraciada y ruin parecía. Ha sido entonces cuando he percibido al fin lo ridículo de aquella imagen que me había hecho abrir los ojos y la boca, aspirar de forma ligeramente violenta y sacudir la cabeza, y he tomado conciencia de cuánto la había sobrevalorado al otorgarle el grado de sorpresiva.

El Tram ha llegado a Maria Cristina y cuando he bajado a la acera, al mirar hacia el Palau Reial, ni siquiera he alcanzado a ver el puntito en el que se había convertido aquella miserable mentira obsoleta.
Refugiados en un bar del Eixample de las hordas de postadolescentes enloquecidos que cantaban a voz en grito absolutamente todos los temas de Els Amics de les Arts (como dijo Xavi: "Que alguien me lo explique"), hablamos sobre el peligro de que desaparezca el alfabeto. No de que desaparezcan las letras sino el alfabeto: la relación de todas las letras dichas por orden, de la A a la Z. Llegamos a este tema tras una cerveza a lo largo de cuya ingesta, Xavi nos había ido haciendo la lista de todos los problemas nuevos, provocados por la implantación de ordenadores en las aulas, con los que se ha encontrado al volver después del verano a su trabajo de profe de secundaria. Venía a decir algo así como que ahora, a las dificultades de siempre, se suman las tecnológicas (las económicas también, pobretes, que tienen racionadas las fotocopias) y que de qué sirve conseguir la atención de toda la clase si, cuando ya los tienes calladitos y dispuestos a escuchar, enchufas el cañón para proyectar lo que va saliendo en tu ordenador con el objetivo de que ellos también puedan ir siguiendo las explicaciones y el cañón no funciona.

Xavi nos dijo que echa mucho de menos los libros.

Pero ¿cómo? ¿no tienen libros?, pregunté yo. Y me dijo que cada vez menos. Que seguían las lecciones cada uno en su ordenador y que los ejercicios también lo hacían en el ordenador y que el ordenador les iba diciendo "¡¡¡¡BIEEEEEN!!!!" si lo hacían bien y "¡¡¡¡OOOOOHHHH!!!!" si lo hacían mal: como en los concursos de la tele; con pulgares hacia arriba para lo correcto y sonidos desagradables para lo incorrecto. Entonces yo pensé que si los libros de texto están desapareciendo, los diccionarios y enciclopedias deben de estar extinguidos ya, y fue en ese momento en el que pensé en el alfabeto.

¿Saberse el alfabeto sirve para algo más que para buscar palabras en diccionarios y enciclopedias? Saber cómo se leen las letras sirve para deletrear, eso sí, pero para eso no hace falta aprenderse el alfabeto en orden. Para aprender a escribir y a leer, tampoco hace falta saber el orden del alfabeto: uno aprende a juntar vocales con consonantes y lo primero que suele escribirse y leerse son palabras como papa o mama (sin acentos, que los acentos vienen luego), que están formadas por las letras decimoctava y primera (bis) y decimocuarta y primera (bis) respectivamente; para hacer exámenes tipo test, tampoco hace falta saberse el alfabeto: bastaría en todo caso con llegar a la "d", a la "e" a lo sumo, pero ni eso: normalmente las respuestas vienen ya ordenadas (sería un lío hacer un examen tipo test ofreciendo las respuestas de la primera pregunta ordenadas así: a) b) c) d); las de la segunda, así: c) d) b) a); las de la tercera así: a) c) b) d)...) y en cualquier caso, podrían substituirse por números. Para hacer listas ordenadas por las iniciales de los apellidos, sí sirve el alfabeto, pero eso ahora te lo hace en un momento el ordenador. A la hora de buscar in situ la mesa electoral en la que tienes que votar, también sirve el alfabeto, pero si no te lo sabes, tampoco pasa nada: ya debe de haber llegado a tu casa la tarjetita del censo y ahí están todas las indicaciones, además, lo de las mesas electorales tal como las conocemos debe de tener los días más contados aún que el alfabeto, creo yo.

Total, que el alfabeto ya no se utiliza para nada y todos sabemos que lo que no se utiliza, como el amor, por ejemplo (Inciso: esto último que he dicho del amor es por otra cosa que tengo en la cabeza, que me preocupa casi tanto como lo del alfabeto), acaba olvidándose. Y eso me da un poco de miedo porque recitar el alfabeto, en mis tiempos, era tan importante como recitar los números por orden (¿a que ahora ya no lo parece tanto?).

La consecuencia lógica de saberse las letras por orden era ponerse a jugar con ellas, mezclarlas todas, a ver qué palabras salían (igual que la consecuencia lógica de saber los números por orden era ponerse a sumarlos y a restarlos entre ellos), y de lo primero (igual que de lo segundo salen las matemáticas) salía la literatura... Igual me he pasado un poco con esta última analogía: el orden de los números es más importante por una cuestión de competencia entre ellos (unos representan más que otros); cosa que no pasa con las letras.

Claro, al final va a ser lo de siempre: en una sociedad competitiva como esta que nos hemos montado, a dónde va una panda de tontas letritas carentes de toda intercompetitividad.

Me caía bien el alfabeto. Me da mucha pena que nos olvidemos de él.

dissabte, 25 de setembre del 2010

Jonathan Littell, cuéntame otra historia. Déjate de soldados que hundiéndose hasta las rodillas en montañas de cadáveres y vuelve a explicarme aquello de cómo las tropas, que iban avanzando de pueblo en pueblo, entre las primeras líneas llevaban a gente encargada de señalizar las calles en su propio idioma -por allí el bar, por allá la consulta del médico-, que si no, los que venían detrás se perdían y así no había manera de conquistar nada.

Eso recuerdo que pensé cuando me leí las 100 primeras páginas de "Las Benévolas" (no llegué más allá). He recordado esto porque este verano empecé a leer "Incerta gloria", de Joan Sales. Luego se me olvidó que lo estaba leyendo (otras cosas se me cruzaron en el camino) pero el jueves pasado, viendo a Martí Sales en el escenario con sus Sirles, dije: "Coño, si yo tenía una cosa pendiente con tu abuelo", a lo que él me respondió con un escupitajo y gritándome no sé qué de una pubilla. No se lo tuve en cuenta, yo ya había vuelto a pensar en el Soleràs y en el Cruells y venga, a leer sus historias, me ponía otra vez.

Ahora es cuando, copiándole el recurso a Héctor, suelto la frase de 0,60: "Incerta glòria" es la gran novela sobre la Guerra Civil Española. (Ya está dicho, ya me puedo olvidar).
Y ahora es cuando les explico en qué me ha hecho pensar todo este rollo que les estoy metiendo sobre Littell, Sales (2) y lo práctico y cotidiano, que (lo siento mucho, amantes de la épica) es lo que realmente pone los pelos de punta, mucho más que todas las toneladas de sang i fetge que ustedes quieran imaginarse.

He pensando también en Gila, claro. ¿Recuerdan ustedes al soldado llamando por teléfono al enemigo para preguntarle a qué hora pensaba atacar? Lo que hace que estas imágenes -la tia Olegària explicando aquella foto y el soldado negociando con el enemigo la hora del ataque- resulten tan potentes es que primero, pasan en medio de cosas de mucha mayor magnitud y transcendencia (la Guerra Civil o cualquier otra guerra) y, segundo, nos hacen ver que los grandes hechos históricos los hacen personas que tienen fotos en el salón o a las que les gustaría, por no tener que madrugar, que el enemigo no bombardeara demasiado pronto.

Sales y Gila nos muestran a nosotros mismos dentro de una guerra. Littell no; Littell solo consigue horrorizarnos y obligar a nuestro cerebro a activar aquel mecanismo tan ingenuo de autodefensa consistente en pensar ""Eso, a mí, no me puede pasar".
De cuando, en plena borrachera, Gabi me explica uno de sus proyectos y me pide que le ayude a documentarlo con bibliografía y a mí no se me ocurre otra cosa que decirle: "Nena, lo que estás haciendo es nada menos que reincidir en el eterno tema de la caverna de Platón", le intento explicar por qué y acabo, primero, haciéndome un lío tremendo con la idea "perro"; segundo, preguntándole a mi gato: "tú también eres sólo una sombra, ¿verdad?" (que sea negro no ayuda nada); y tercero, pasando la noche del loro soñando a ratos que estaba encadenada a una pared.

divendres, 24 de setembre del 2010

Unos minutos musicales para ilustrar el susto de muerte que me he dado cuando, hace un momento, me ha parecido que alguien que estaba convencida de que se había ido, no había llegado a marcharse nunca.



(Me he tranquilizado enseguida pensando que, se haya ido o no, para el caso, viene a dar lo mismo).
Estoy en el concierto de El Guincho, miro a mi izquierda y veo a X. Y a punto estoy de saludarle cuando me acuerdo de qué conozco a X: X dibuja y tiene un blog al que fui a parar a través de otro blog al que fui a parar a través de una entrada de alguien en facebook.

Al poco tiempo de descubrir el blog de X, en el trabajo decidimos que necesitábamos un dibujante y pensé en él, investigué un poco más, vi más dibujos suyos y alguna foto en la que salía él y propuse a X para el puesto de dibujante. (Al final, por cosas que no vienen al caso, nunca nos llegamos a poner en contacto con X).

El caso es que estoy en el concierto de El Guincho, con X a mi izquierda, desestimando la idea de girar la cabeza y decirle "tú eres X" porque imaginen la conversación (más bien monólogo mío) que debería haber seguido a esa afirmación: que si te conozco por tu blog, que si ya sé que en tu blog no hay fotos tuyas, es que he puesto tu nombre en el google y las he buscado, por eso sé qué pinta tienes, porque estuve investigando una tarde que estaba pensando si me ponía en contacto contigo o no porque igual te teníamos que llamar de mi trabajo para ofrecerte una cosa que al final hará otra persona pero, vaya, que me gustan mucho tus dibujos. Y de eso te conozco.

Luego, ya totalmente distraída de los gorgoritos de El Guincho, me pongo a pensar cuántas de las muchísimas personas que hay ahí, en el concierto, saben el nombre, la pinta que tiene, incluso tienen referencias de otras personas sin que estas otras personas lo sepan. Y me imagino una especie de mundo subconsciente en el que estas personas, de cuerpo para afuera se ignoran pero que de cuerpo para adentro se alegran de verse, se saludan, se abrazan y se preguntan entre ellos por sus perros y por sus niños (porque todos saben que el otro tiene perro o tantos niños o las dos cosas). Todo el concierto lleno de gente mirando a El Guincho y haciendo así con la cabecita al ritmo de lo que canta y a la vez, en un plano mental, todo el concierto lleno de gente hablando entre ellos explicándose de qué se conocen y pensando los unos de los otros: "vaya psicópata" o "yo también te tenía bien espiado". Da miedo, ¿que no?

Y mientras tanto El Guincho tocando creyendo que todo el mundo está superconcentrado en él cuando en realidad nadie le hace ni puto caso.

En fin, X., que encantada de no estar contigo ayer en el concierto de El Guincho.
Dietario de la semana del holismo. Dia 2. Viernes

Totalmente superada por el tò pân, aborto misión.

Se me había vuelto a olvidar que:

dijous, 23 de setembre del 2010

Dietario de la semana del holismo. Dia 1. Jueves

La vida me ha hecho pagar con una colleja muy merecida la chulería de decirle al Sr. Luri que se callara antes de que abriera la boca. Mira que podría haberle dejado hablar y él me habría explicado lo de la polis aristotélica y el sujeto parmenidiano antes de lanzarme así a las bravas a la consecución de no sé qué equilibrio holístico; esto me habría servido para tener en cuenta a priori un "pequeño" detalle que ahora veo que será omnipresente en mi penoso empeño de caminar hacia esa anhelada vidaza equilibradísima, coherente y encaminada a una particular cosecha de éxitos personales de la que les hablaba ayer. Señores, he aquí el pequeño detalle: existen agentes externos al factor yo y son agentes que pueden jugar a mi favor o jugar en mi contra.

En mi primer día de camino hacia la vida consecuente ha habido una adversidad que no voy a explicar aquí.

En el fondo ya contaba con que esto pudiera pasar pero no me había detenido a pensarlo demasiado. Lo mejor de todo es que, ahora que pienso sobre ello a toro pasado, me alegro de que esto haya ocurrido en mi primer día de la semana del holismo pues me hace verlo de forma diferente. Miren: desde el mismo momento en el que la cosa ha empezado a suceder yo no pensaba tanto en cómo de malo era eso que estaba pasando sino en cómo estaba yo solucionando la situación pensando en la persona virtuosísima que, si este experimento funciona, seré la semana que viene. Creo que sólo por eso 1) no me he puesto a llorar, 2) me he centrado en la búsqueda de una solución al problema y 3) he entendido el mensaje y he visto que la intención del agente externo era buena, que quizás había un fallo en la formulación del asunto y quizás él mismo (el agente externo en cuestión) estaba en ese momento bastante jodido a su vez por culpa de otros agentes externos a él, pero lo que me estaba diciendo era bueno. Sí.

(O igual es que simplemente soy demasiado optimista).

Estoy siendo muy críptica y está pareciendo que mi día está siendo horrible, y no: No solo he cumplido con gran parte de los objetivos que ayer enumeraba (la cama está hecha y llevo los labios de un rouge impecable) sino que la jornada me ha brindado un par de momentazos de los de pensar: "gracias, Dios o quien seas". ¿Que no se lo creen? Les cuento uno: Hoy, poco antes de las 12 del mediodía, el mismísimo Enrique Morente estaba tocando la guitarra y cantando para diez personas, una de ellas, esta humilde tò pân suya.

Sólo les puedo decir que esto está siendo too much y que me voy a ver a los Surfing Sirles. Necesito un poco de punk.
¿Qué es el holismo?
Según Aristóteles es la idea de que un todo es mayor que la suma de sus partes.

Tras esta introducción tan didáctica, les cuento que hoy Víctor y Marina, mientras cenábamos, se me han quedado mirando con cara de "esta tía está loca" cuando les he dicho que creo firmemente que la inestabilidad en ciertas facetas de la vida lleva a la inestabilidad en todo lo demás. Y no sé por qué (estoy más que acostumbrada a que estos dos me miren a veces como si fuera una marciana) pero me ha afectado que me miraran así.

(Momento drama) Sí, Víctor y Marina: ME HA AFECTADO.

Así que me he decidido a hacer una cosa. Empezando mañana, durante toda la semana voy a obligar a mi cuerpo y a mi mente a llevar una rutina ridículamente ordenada. Si Aristóteles tenía razón, al final del experimento, la suma de tanto orden en diversos aspectos provocará que mi caótica vidita empiece a metamorfosearse en una vidaza equilibradísima, coherente y encaminada a una particular cosecha de éxitos personales (o igual simplemente el todo resultante consiste en que si cada día me he aburrido 1, la suma de estos días dará mucho más que 7; 59, por ejemplo. No sé).

Una de las rutinas será, por supuesto, colgar aquí una serie de entradas diarias que expliquen la evolución del asunto. La serie se titulará: Dietario de la semana del holismo.

Pienso hacer de todo: cepillarme los dientes todas las mañanas, todos los mediodías y todas las noches, pintarme los labios cada vez que salga a la calle (esto ya lo hago y no sé muy bien por qué es bueno, pero en fin...), leer un mínimo de dos horas diarias y escribir un mínimo de otras dos (el resultado será que he leído y escrito 178 horas en vez de 28, tampoco lo sé), comer caliente (tenga que cocinar o no) todos los días, no dejar para más tarde lo pueda hacer en el momento...

Y hacerme la cama todas las mañanas (al final habré hecho la cama 42 veces). Y llamar a mi madre por lo menos tres veces esta semana (la habré llamado todos los días por la mañana y por la tarde). Y pasar el aspirador. Y leer los periódicos. Y reprimir ciertas tendencias a la mala leche que me provoque la lectura de los periódicos. Y no leer blogs que leo de manera recurrente y que solo consiguen ponerme de mala leche. Y contestar a todos los mails que deba contestar por cortesía. Y...

Puede que todo acabe resultando un fracaso estrepitoso; eso que les habré ahorrado si estaban planteado hacerlo ustedes también. Puede que sea un éxito rotundo; montaré una secta y seré su líder espiritual.

Aquí voy; aplicando métodos cartesianos a ideas aristotélicas, convirtiendo la teoría en empirismo militante.

Sr. Luri, no me venga con que "Lo que Aristóteles quería decir en realidad es que..."

No intenten detenerme.

dimarts, 21 de setembre del 2010

Me he quedado pensando, después de lo del globo, de lo de Nueva York y de lo de Cadaqués, si aún me invento París.

París me la conozco como si la hubiera destripado en una de esas clases de anatomía de las ranas que yo nunca tuve en el colegio, igual porque era un colegio de pueblo y en los pueblos, los niños, las ranas las destripábamos en horario extraescolar.

Cuando el pensamiento de París surge en mi cabeza, consigue amarrarme a una cosa tan real, tan de sentido práctico y de recuerdos concretos que si, por ejemplo, se despierta en forma de cementerio Père-Lachaise aparecen adosados a él la línea de metro que debo coger para llegar hasta allá y la terraza concreta en la que puedo parar al salir para tomarme una cerveza antes de emprender el camino de regreso.

A la hora de inventarme París, la imaginación no me da para más porque ya he estado en todos los parises que puedo inventarme. Aún así vuelvo y vuelvo y no me canso de inventarme París.

Creo que debería existir un verbo que quisiera decir tener nostalgia exclusivamente de la ciudad de París.
Han puesto un globo flotando sobre París que indica el nivel de contaminación de la ciudad por medio del código tan poco daltonicfriendly del semáforo: rojo es más y peligro y verde es menos y tranquilos todos.

¡Qué gran manera de empañar historias! ¡Qué gran potenciador de cinismos latentes! Delanoë es, sin lugar a dudas, un aguafiestas. Imagínense que van ustedes a París con su pareja, en plena primavera, y a la vuelta invitan a todos sus amigos a casa a merendar con la excusa de que se han traído unos macarons comprados en la mismísima pâtisserie Ladurée. Imagínense que los amigos pican y aparecen en la puerta su casa puntualísimos, con las pupilas girándoles en espiral ante la perspectiva de semejante merendola. Entran como zombies, les hacen sentarse ante la cajita de media docena de macarons (la economía no ha dado para más) y cuando cada uno se ha comido su media pastita que es a todo lo que tocan, les revelan el verdadero propósito de su invitación: enchufarles el dvd y hacerles tragarse de una en una y con todos sus comentarios unas quinientas dulcísimas fotos, infinitamente más dulces que el triste recuerdo que les haya podido dejar el medio macaron en su pavloviano paladar.

Sus amigos, en este momento, ya les odian y están predispuestos a la ejercitación de un cinismo sin precedentes.

Empieza el pase de fotos: "Nosotros besándonos en Trocadéro, con la Torre Eiffel de fondo" (y el globo rojo flotando junto a la Torre Eiffel); "Nosotros besándonos en la Place de la Concorde" (y el globo rojo haciendo equilibrios sobre el Obélisque de Luxor); "Nosotros en el Sacré Coeur con tooooodo París de fondo" (y París de fondo coronado por la bandera japonesa). Y sus amigos, conforme avanza el pase, van relajando el ceño y esbozando una sonrisa irónica. Y vuelven a relamerse como se relamían pensando en los macarons mientras subían en el ascensor, sólo que esta vez se relamen viendo ese globo delator y pensando que, con esos niveles de contaminación, la Cité de la Lumiére (rouge) les debe de haber robado por lo menos un par de años de vida a usted y a su pareja, devolviéndoles a ellos así un par de tardes de vida: las que les ahorrará el hecho de no tener que pasar por su casa a ver las fotos correspondientes por lo menos dos de sus (ya no) futuras escapaditas.

Las cosas son así: Delanoë autoriza a que pongan un globo chivato encima de París y la gente acaba descubriendo que le encanta la perspectiva de que sus amigos vivan dos años menos.
¿Les hacen falta más pruebas para convencerse de que, por mucho que uno se empeñe en lo contrario, este mundo empuja sin remedio hacia la MALDAD?

dilluns, 20 de setembre del 2010

Veo que la revista Time Out (¡Hola, Nopca!) convoca un concurso cuyo premio es asistir en el Palau Sant Jordi a las pruebas de sonido para el concierto de Peter Gabriel.

(Inciso: éste es el momento en el que me planteo si seguir escribiendo o no. La mayoría de la gente que lee este blog me conoce y sabe qué mecanismos mentales me puede llegar a activar un hecho como el que acabo de describir. Pero en seguida pienso que la mayoría de la gente que lee este blog, también porque me conoce, sabe de cuánto me gustan estos caramelitos que me ofrece la vida moderna y de mi gran verborrea, así que es inevitable: lo siento por ustedes pero voy a seguir escribiendo. Voy.)

Decía que veo que la revista Time Out (¡Hola, Nopca!) convoca un concurso cuyo premio es asistir en el Palau Sant Jordi a las pruebas de sonido para el concierto de Peter Gabriel.

Primero me pregunto: ¿Quién puede querer ir a ver a Peter Gabriel diciendo "Sí, sí, sí..." delante de un micrófono? También es verdad que un muy muy fan podría aprovechar la coyuntura y en un loable ejercicio de explotar al máximo los recursos que el azar le ofrece, ponerse a insertar entre "sí" y "sí" preguntas a las que le encantaría que Peter Gabriel le respondiera de forma afirmativa. Quedaría una cosa así:
-Peter
-SÍ
-¿ Tenías ganas de verme?
-SÍ
-¿A que hoy estoy más guapo que nunca?
-SÍ
-Todas las canciones del concierto que harás luego, ¿me las dedicas a mí y sólo a mí?
-SÍ
-Y cuando acabes ¿me invitarás a tu hotel y me harás cosas que nunca nadie me ha hecho además de todo lo que yo te pida aunque ya me lo hayan hecho antes?
-SÍ
Etcétera.

Luego pienso que esto de ir a ver ensayos de cosas es algo que ya se hace en otros campos con gran éxito de público: la gente se pirra por ir a ver los entrenamientos del Barça o por ver unos cuantos coches dando vueltas de prueba en Montmeló (llámenme inculta de la F1 pero que me aspen si entiendo la diferencia entre las vueltas de entrenamiento y las de no entrenamiento en Montmeló o en cualquier otro sitio). También hay las funciones previas de teatro, aunque en estas últimas a veces parece que más que poner a prueba a los actores a quien realmente se está poniendo a prueba es al público (a ver si se ríen aquí, a ver si aplauden todo lo que esperamos que aplaudan aquí...).

Al final acabo pensando en cuánto le gustaba a un exnovio mío quedarse a dormir los jueves en mi casa para el viernes, antes de ir a trabajar, verme llamar a los taxis e ir cantando las coordenadas para que recogieran y llevaran a la tele a tal o cual escritor. Y concluyo (aunque tampoco lo entiendo demasiado) que si realmente eres fan muy fan de alguien puedes disfrutar como nunca viéndole hacer gárgaras, ponerse los calcetines o dar saltitos en pantalones cortos. Y que eso es amor, señores. Así que decido dejar aquí el link del concurso por si entre mis lectores hay algún fanático de Peter Gabriel loquito por que le responda que sí a alguna petición confesable o no.
También les dejo aquí el link a la web donde pueden encontrar la respuesta a la pregunta del concurso. Todo por tenerlos contentos.

Suerte.
Volvía hoy a casa desde el trabajo paseando, cuando me ha venido a la cabeza el Estadístico Ramón. Cuando digo que me ha venido a la cabeza no quiero decir que el Estadístico Ramón sea una persona a la que conozco y de la que de repente me he acordado, sino que la imagen de un señor que es estadístico y a quien no conozco de nada ha aparecido en mi cabeza y me ha empezado a contar de la preocupación que le ronda desde que salió de la escuela de estadísticos y se puso a trabajar en lo suyo.

Le he puesto de nombre Ramón porque he sentido la necesidad de titular este acontecimiento y me ha hecho gracia hacerlo con una rima, así: "La gran preocupación del Estadístico Ramón".
Ya ven.

El Estadístico Ramón me ha contado que enseguida de empezar a ejercer, se dio cuenta de que el gran problema de la estadística era que la gente no se sentía implicada, que, por ejemplo, cuando un ciudadano X leía en el periódico que el 0,003% de la población española moría al año por cáncer de pulmón, no sólo no se imaginaba que él podría formar parte de ese 0,003% sino que ni tan sólo llegaba a imaginarse que podría formar parte del 99,997% restante y que incluso era posible que dicho ciudadano X, especialmente en zonas como Catalunya, Euskadi y Galicia, ni siquiera se sintiera parte del conjunto de la población española y entonces, ya, sí que no había nada que hacer.

Iba diciendo Ramón todo esto y cuando a mí se me ha escapado un bostezo que a él no le ha pasado por alto y que le ha dado pie a decirme que se daba perfecta cuenta de que me estaba aburriendo pero que no me sintiera culpable por ello, que aburrir a la gente era la historia de su vida y que eso era precisamente lo que quería dejar de hacer dándole un giro total a la ciencia de la estadística, que llevaba años repensando la teoría centrándose exclusivamente en la formulación de los resultados (el método para conseguirlos consideraba que funcionaba bien) y que si quería me lo explicaba. Le he dicho que sí porque, aunque aunque había intentado eximirme de toda culpa, sí que me sentía un poco mal (por lo del bostezo).

Entonces me ha explicado que la solución, a su modo de ver, era en vez de coger a 100 personas por el todo, coger sólo a una para convertirla en el objeto paciente de la información que se le quería hacer llegar. Por ejemplo: ¿que se quiere que yo sienta en mis carnes el peligro de morir de cáncer de pulmón? pues se titula el resultado del estudio de la siguiente manera: "Este año, en España, la uña derecha del pie izquierdo de Isabel Sucunza morirá de cáncer de pulmón": Isabel Sucunza es el 100 y la uña de su pie izquierdo es el 0,003 por ciento de ese 100.

Me tenía medio convencida de que aquello podría funcionar cuando he recordado una conversación que tuve hace unos días con Pau y Enric: los dos me dijeron que había adelgazado, a lo que yo contesté que no eran los primeros que me lo decían últimamente pero que a mí los pantalones me quedaban igual de justos que siempre, que a lo mejor sólo había adelgazado de cara. La conversación terminó ahí pero yo me quedé aún un rato pensando en lo extraño que podría ser que una persona adelgazara sólo de cara o de rodilla o de pie. Por eso me ha venido aquella conversación a la cabeza al hilo de las explicaciones del Estadístico Ramón: si de magnitudes y porcentajes se trata, que la uña del dedo meñique de un pie flaco muera de cáncer de pulmón no supone tanto como que muera de cáncer de pulmón la uña del dedo meñique de un pie obeso. He pensado en preguntarle al Estadístico Ramón si había tenido en cuenta esta variable, pero ya estaba llegando a casa y tenía la sensación de que sólo conseguiría complicar mucho las cosas y aburrirme aún más.

El Estadístico Ramón ha desaparecido de mi cabeza en el momento en el que yo abría la puerta de mi portal. Supongo que ha notado que estaba a punto de volver a bostezar.

diumenge, 19 de setembre del 2010

Nueva York es uno de los pocos sitios a los que no me da pena haber ido porque incluso después de haber estado allí, no he renunciado a seguir inventándomelo.

En casa se había hablado de Nueva York igual que se había hablado de Tokio, de Sidney, de Buenos Aires y de Atenas. Mi padre viajaba mucho, así que uno de esos sitios aparecía un día en la conversación, a la hora de cenar, y se convertía en tema recurrente durante aproximadamente el mes siguiente más los días que mi padre pasara en la ciudad en cuestión.
Empezar a oír hablar de Nueva York, Tokio o Sidney en la cocina de mi casa, era el anuncio de una inminente instauración de un estado de excepción que solía durar normalmente una semana, a veces hasta quince días: Marchaba el jefe, cambiaban las normas. Mis hermanos y yo nos turnábamos para dormir con mi madre en su cama y todo se volvía un poco más relajado (mi padre hacía definitivamente el papel de poli malo en casa).

Así que cuando, teniendo yo 15 años, Nueva York volvió a salir en la conversación de la hora de la cena siendo esa vez yo la que marchaba, me tuve que poner a hacer algo que no había hecho antes: intentar imaginarme Nueva York. Hablando claro, cuando era mi padre quien se iba, lo importante era su ausencia del aquí; entonces que me iba yo, lo importante era mi presencia en el allá. Y ese allá también, claro.

Fue en ese momento cuando empecé a inventarme Nueva York. Bien, al menos lo intenté: mi mente se quedaba encallada en la idea de mi partida y no llegaba nunca a cruzar el charco. Hasta que llegó el día D y no me quedó otra que ordenarle a mi mente que se dejara de tonterías y que entrara con mi cuerpo en aquel avión que estaba a punto de despegar. Si mi mente me hubiera hecho caso y no se hubiera aferrado al hecho "no estar allí" (cabezonería que duró aproximadamente un mes), yo habría tenido que dejar de inventar Nueva York porque ya la tenía delante de mis narices, pero no hubo manera de que se centrara en lo que tenía que centrarse, mi mente, así que pasé cinco días totalmente aterrorizada, de susto en susto cada vez que la ciudad me brindaba evidencias aplastantes de que ella era Nueva York y yo, efectivamente, estaba allí.

Me acojonaba el humo de las alcantarillas, me moría de miedo cada vez que un negro me hablaba en español, también me entraban sudores fríos cada vez que cualquiera se dirigía a mí en inglés, no levantaba la cabeza para mirar hasta dónde llegaban los rascacielos porque la primera vez que lo había hecho fue entre las Torres Gemelas y creí por un segundo que el cielo me iba a succionar... Así pasaron mis cinco días en Nueva York.

Recuerdo una habitación de hotel, recuerdo una tienda de fotografía, recuerdo los ascensores del Empire y recuerdo un viaje en autobús por Harlem. Hay una foto en la que salgo yo delante del Rockefeller Center, pero no recuerdo haber estado allí. Tampoco recuerdo haber visto la Estatua de la Libertad, aunque la vi seguro. Pero no pienso en todo esto que recuerdo o no recuerdo cuando me invento Nueva York.

Cuando me invento Nueva York siento sobre todo aquel vértigo inverso (investigué aquello de creer que el cielo te puede succionar y resulta que se llama así), siempre es de noche, las calles están mojadas, sale humo de las alcantarillas y vuelvo a notar como un hueco dentro de mi cabeza que es mi mente empeñada en no estar allí. Y me encanta y me fascina mi Nueva York.

No quiero volver a Nueva York. ¿Creen que voy a cambiar mi ciudad inventada por otra llena de detalles tontos como museos, taxis amarillos y turistas con moño y gafas de sol haciéndose fotos delante de Tiffany's? Vamos, hombre, ¿por quién me han tomado?
Me gustaría no haber ido nunca a Cadaqués para poder inventármelo. Pero fui hace unos meses y, aunque eliminé la prueba material de los zapatos que destrocé andando por aquel camino de cabras, ahora puedo dibujar de memoria un mapa del sitio, marcar con una cruz la terraza en la que desayuné y hasta visualizar el perro que había tumbado debajo de la mesa de al lado.

Tener estas cosas -aunque sólo sean tres: zapatos, terraza y perro- en la cabeza, me constriñe la imaginación. Puedo empezar a inventar que mientras desayunaba en aquella terraza, un platillo volante ocultó el sol de repente, pero cuando llego al punto en el que me invento que la gente que estaba en la playa tomando el sol empezó a recoger sus cosas fastidiada porque el platillo les hacía sombra, el perro me dice: "No hubo platillo volante en Cadaqués; en Cadaqués sólo estábamos yo, tumbado debajo de la mesa de al lado, y tú, que en ese momento eras feliz".

Así que, eliminado Cadaqués de la lista de sitios que me tengo que inventar, voy a empezar a buscarme otra cosa.


A mí, las fiestas con muertos vivientes, sangre falsa y grupos garage de Estambul me provocan, vayan ustedes a saber por qué, este tipo de pensamientos. También me provocan un gran dolor de culo, las fiestas con muertos vivientes, sangre falsa y grupos garage de Estambul, sobre todo si Natxo, bailando, me lanza al aire y no se queda quieto en el sitio esperando a recogerme cuando caigo.

dissabte, 18 de setembre del 2010

¿Han oído hablar del periodismo y del arte gonzo?

In gonzo journalism, there are no set rules (...). Thompson's own definition of it has varied over the years, but he still maintains that a good gonzo journalist "needs the talent of master journalist, the eye of an artist/photographer and the heavy balls of an actor" and that gonzo is a "style of reporting based on William Faulkner's idea that the best fiction is far more true than any kind of journalism"

¿Han oído hablar de Hunter S. Thompson? ¿Han oído hablar de Ralph Steadman? No lo sé, pero de Casey Affleck y de Joaquin Phoenix seguro que sí están oyendo hablar últimamente.

Affleck acaba de soltar en una entrevista al The New York Times, que "I'm Still Here" es una mentira y a éstos, a estos otros y a unos cuantos más les ha faltado tiempo para convertir esa declaración en la noticia que todo el mundo estaba esperando: El Phoenix hiphopero es una invención. Gran escándalo, vaya hijos de puta, están locos. Se acabó el morbo: fin de la historia.

¿Fin de la historia?

Lo que han hecho estos dos es muy grande. Estos dos les han dado en todo el morro a esa panda de melindrosos cursis del 3D que quieren hacernos creer que el cine es más real cuando te pones unas gafas y alucinas porque las patadas voladoras parece que te van a saltar los dientes. Estos dos sí que se han salido de cuadro enarbolando una pancarta que proclama lo corto que se quedó Stanislavski.

Escandalizarse porque "I'm Still Here" sea una mentira es como querer ponerle una denuncia a Jacques Cousteau por querer hacernos creer que el Nautilus de Verne existía de verdad y él mismo lo tripulaba.

La señoras que ahora se escandalizan porque Phoenix y Casey nos han vendido una historia que no era cierta y nos han vendido una persona en vez de vendernos un personaje, son las mismas que la emprenden a collejas por la calle con el actor que hace de malo en la serie de las tardes de TV3. ¿Ven la paradoja?

Deberíamos estar eternamente agradecidos a Phoenix y a Affleck por resucitar el género. Y deberíamos lanzar enfervorecidos hurras a Letterman por entrar -inconscientemente, dicen- al trapo en la historia con aquella mítica entrevista que concluyó con su gran frase de despedida al gran farsante hiphopero, sí, pero también todo menos farsante actor: "Joaquin, I'm sorry you couldn't be here tonight".

divendres, 17 de setembre del 2010

¿Somos profesionales o somos gruppies?

Veo en FB la algarabía que tiene montada una editorial en su página porque uno de sus autores está de visita en Barcelona. Dicen que el agente del autor les ha concedido dos minutos de charla con él, se quejan porque consideran que es muy poco tiempo y preguntan a la gente que sigue su página qué quieren que le digan.

Primero la fiesta de ayer y luego esto. Está claro que ésta es la semana del "en mirando hacia abajo desde el particular limbo editorial que tiene montado en su cabecita, Isabel no puede sino escandalizarse ante la mundanidad de tot plegat".

A ver: El señor que viene de visita a Barcelona es un escritor en quien la editorial en cuestión ha tenido a bien fijarse para publicarlo en España. Puede que sea un señor importante, que escriba como los ángeles y a quien si no lo hubiera publicado esta editorial, lo habría publicado cualquier otra. Puede que la obra de este señor reporte grandes beneficios a esa editorial, beneficios que lleguen a sanear sus cuentas y les permita sobrevivir en el mercado durante los años venideros. ¿Y?

¿Desde cuándo un editor tiene que ponerse a la cola para pedir audiencia, no a uno de sus autores, sino al agente o a la secretaria o a la becaria de la secretaria de uno de sus autores? Las cosas no eran así. Antes, los editores invitaban, incluso obligaban, a sus autores a venir y a dejarse ver. Los llamaban al orden, les aconsejaban: corta aquí y corta allá, incluso les decían (alucinen porque esto ya no se hace): esto no te lo publico.

¿Qué ha pasado? Les diré que mientras escribo esto me rondan por la cabeza conceptos como "neoliberalismo", "leyes de la oferta y la demanada" y "libre mercado". También pienso en Hollywood. Pero ni siquiera me acuerdo en los conceptos "literatura" o "cultura".

Creo que ahora ya estoy más del lado de Marina: algo se acaba. Ya les comentaba que mi optimismo era sólo una patología absurda.

(Me acabo de acordar de que la editora de ayer ni siquiera iba vestida para la ocasión. El autor, sí).
Me llama mi madre y me dice: "Mira, mira: dile a la tía Isabel cómo te llamas" Me pone a mi sobrina al teléfono y mi sobrina dice: "Aina".

Hace dos semanas Aina no sabía que se llamaba Aina. Bueno, giraba la cabeza cuando la llamabas, pero eso mis gatos también lo hacen. Ahora Aina dice que se llama Aina y éste es el primer paso hacia el pensarse uno mismo, hacia el ser consciente, hacia el terrible (por magnitud) "Yo soy".

Casi me mareo.

(Sí, soy una pusilánime victoriana).
Yo oigo esta frase:

"Increíble, no de guay sino de que no se puede creer".

y me entra así como un vértigo y una sensación de que todo está pasado de rosca y que se ha dado la vuelta y se ha ido más allá y algo se me está escapando de las manos que no puedo con ello.

Eres una pusilánime, deben de estar pensando ustedes. Pues seguramente tienen razón, aunque tengo que decirles que no estoy sola: oí la frase, la comenté asustada con otra Isabel que tenía a mi izquierda y juraría que ella también estaba asustada o eso, o la Obi tiene grandes dotes para la empatía y supo en ese momento cómo hacerme sentir menos perro verde (gracias, Obi).

El caso es que esta sensación que les comento, me acompañó ayer durante toda la velada. La ocasión: la presentación del libro de Miqui Otero, "Hilo musical", que pinta muy bien, la verdad, y que tengo ganas de leer un poco movida por precisamente el querer entender qué es eso que se me está empezando a escapar de las manos, qué tipo de enzima extraña que acelera tanto mi proceso de sentirme vieja contiene el fenómeno este de las editoriales nuevas que apuestan por escritores nuevos que, aunque por todos son conocidos sus referentes, hacen que parezca que antes no había nada y que todo se acaba de inventar.

Igual me estoy dejando impresionar demasiado por las formas y no acabo de ver que el fondo sigue siendo el mismo: escribir libros, hacer literatura. Igual me chirría demasiado que, en una presentación, la editora diga del escritor cosas del tipo: "Me llegó la novela y aluciné por lo buena que era" o que todos los grupos musicales de moda (no exagero, era una especie de presentación-festival en la que actuaban cinco o seis de éstos), subieran al escenario después del momento literario en cuestión.

Fue demasiado para mí, lo reconozco. Tanto, que salí corriendo de allá hacia un sitio where everybody knows our name (hacia Las Guindas, claro) en busca de aquel "lo de siempre" que me hiciera recuperar un poco de esa seguridad y de ese sentirme en casa que estaba a punto de acabar de esfumarse en aquel sótano de la Plaça Reial.

Marina dice que algo está acabando. Mi optimismo (ubicado en mi lado del cerebro correspondiente a las patologías absurdas) quiere pensar que algo está empezando.

Ya veremos.

dijous, 16 de setembre del 2010

La primera edición del Dietario voluble de Vila-Matas es de septiembre de 2008. Yo lo leí por primera vez en verano de 2009; fue uno de aquellos libros que llegan a casa, y se quedan calladitos en una pila hasta que un día, repasando las pilas para reordenar la biblioteca, te pillan sentada en el suelo, se abren solos por la primera página y a ti no te queda otra que ponerte a leer hasta que te das cuenta, porque tienes que levantarte a encender la luz, de que ha pasado la tarde, te has sentado -no sabes cómo ni en qué momento- en el sofá y te has merendado ya tres cuartas partes del libro.

Las anotaciones de Dietario voluble empiezan en diciembre de 2005 y acaban en abril de 2008. Recuerdo de aquella primera lectura, llegar a la página en la que empieza 2008 y horrorizada pensar: "Un momento: ¿Hasta dónde llega esto?" Pasar páginas rápidamente hasta el final y tranquilizarme al ver que acababa 4 meses más allá, o sea, aproximadamente un año y dos meses antes del mismo momento en el que lo estaba leyendo. Entonces decidí seguir pero reconozco que estuve por un momento a punto de volver a dejarlo en un rincón y esperar a que hubieran pasado los meses suficientes para no tener la sensación de que Vila-Matas seguía escribiendo, persiguiéndome mientras yo avanzaba en la lectura, hasta llegar al mismo día en el que yo estuviera leyendo (y contara cómo nos encontrábamos y me contaba el chiste del ladrillo, por ejemplo, y yo me muriera antes del susto que de la risa). O algo peor: podría pasar también que Vila-Matas no pudiera seguirme el ritmo, que yo leyera demasiado rápido y llegara leyendo un día más allá que Vila-matas escribiendo pero que esas páginas sobre Vila-Matas ya estuvieran escritas por alguien que no fuera Vila-Matas, no sé, un lío que me llevara a encontrarme de repente en un momento que Vila-Matas aún no hubiera vivido y a descubrir que ese día, Vila-Matas moría y él no lo sabía aún. ¿Qué hacer entonces? ¿Llamarle y avisarle de que iba a morir?

Era una tontería porque, ya lo he dicho, para cuando yo cogí el libro y me puse a leer, éste ya llevaba tiempo en mi casa, así que Vila-Matas o en cualquier caso Jorge Herralde ya hacía tiempo que habían decidido que ese libro terminaba en abril de 2008, pero no me digan que la idea no da un poquito de terror.
Que el primer día de tele con reunión incluida, sonará un poco así:



(Escuchen, escuchen cómo la cosa empieza suavecita y cómo la conversación va acercándose a momentos cruciales y cómo suenan los vientos cuando se tratan ciertos temas y cómo los violines los van comentando por lo bajinis).

(A partir del minuto 5 ya somos nosotros fuera, fumándonos el cigarro-post).

dimecres, 15 de setembre del 2010

Día de mezcla de lecturas y acciones de alto riesgo para la mente (para la mía, en concreto).

Me paso la mañana leyendo el Dietario voluble de Vila-Matas. Creo que si sumamos la vez que me lo leí del tirón más las veces que he leído trocitos de este libro desde que lo tengo en mi poder, me lo habré leído entero unas ocho veces. Pregunten, pregunten.

El momento en el que explica cómo un día, yendo por la calle, se esconde detrás de un camión al ver a tres críticos literarios, provoca en mí cada vez que lo leo la misma carcajada que provoca en mí, cada vez que lo oigo, mi chiste favorito desde que tenía 8 años (Mira, una piedra preciosa. ¡Pero si es un ladrillo! Pues a mí me gusta...). ¿Quieren verme troncharme? Prueben a explicarme cualquiera de estas dos cosas. No fallan.

Uno (sólo uno) de mis terrores más terroríficos es encontrarme un día con Vila-Matas y que me cuente el chiste del ladrillo. Creo que entraría en un coma espasmódico del que nunca lograría volver. Lo mejor es que moriría sonriendo.

Esa ha sido la primera lectura del día.

La segunda lectura del día: "Vercoquin y el plancton", de Boris Vian, traducido por Lluís Maria Todó (¡¡¡viva!!!) y editado por Impedimenta (¡¡¡viva!!! ¡¡¡viva!!!).

Y la tercera, más que lectura, remetalectura: gente leída leyendo sobre lectura. Sobre un escritor, en concreto: Albert Camus. Piénsenlo: Boris Vian hace humor llevando al extremo sentimientos y relaciones humanas; Albert Camus hace horror llevando al extremo sentimientos y relaciones humanas. Y los dos hablan de sentimientos y reacciones humanas de verdad.

El psicópata de Vila-Matas hace humor y horror llevando al extremo sentimientos y reacciones sólo suyos; es un kamikaze el tío.

Entre medio, yo misma he intentado hacer un poco de horror llevando al extremo sentimientos y reacciones inventadas de Koldo.



Qué gran día.

dimarts, 14 de setembre del 2010

Ponme un Mastónic.

Me despierto y me encuentro internet lleno de comentarios sobre esto.

Primero pienso:"Ya está: el típico gracioso que ha cogido la cosa pop y la ha mezclado con la política" (valga la redundancia). Pensando que al menos no es una cosa de mal gusto, que habría sido mucho más flatón todo si en vez de con Mas lo hubieran hecho con Maragall, clicko en uno de los blogs que hablan del tema.

Me encuentro con que unos cuantos blogueros que se autodefinen como independientes e independentistas han unido fuerzas y hacen frente común para apoyar la candidatura de Artur Mas a la presidencia de la Generalitat. Entro en la web en cuestión. Intento leer pero la web no se queda quieta: van sucediéndose en la pantalla entradas de blog de diferentes autores. Me da tiempo a leer sólo la primera frase de cada una antes de que aparezca la siguiente. Parece que van diciendo: "¡¡Léeme a mí!!", "¡¡No, léeme a mí!!" Consigo que la cosa se quede quieta apretando un "Leer más" cualquiera y me encuentro con lo de siempre: que si es el momento, que si Catalunya está preparada, que si sólo podemos confiar en éste, que si los otros son unos soplagaitas.

Hay una cosa que me aburre mucho de todas estas campañas más o menos espontáneas, más o menos diseñadas al detalle, es que comparten un rasgo común: sirven para cualquier partido lo mismo que para cualquier cosa; basta con cambiar el nombre del candidato o del producto. Cambien Mas por Don Limpio (Absolut Don Limpio).... y tendrán a un grupo de blogueros defendiendo una Catalunya blanca, inmaculada y lista para la prueba del algodón. Felicidades pues.

Yo no sé si la pretensión de todo esto es ganar votos, crear corriente de opinión o qué, pero a mí, esto de ver a gente posicionándose en un momento preelectoral en el que posicionarse es lo más fácil, casi inevitable, casi obligatorio, la única respuesta que me provoca es la de pensar: "mira, fulanito, menganito y el de más allá votarán a Mas, pues qué bien". Es como coger El País sabiendo que estás leyendo un diario escrito por gente que quiere a Montilla en la Generalitat; como coger el ABC sabiendo que estás leyendo un diario escrito por gente que no quiere a Mas en la Generalitat ni a Montilla tampoco, aunque piensan que este último sería una especie de mal menor.

Echo de menos medios de comunicación con firmas de analistas con más cabeza que corazón. ¿Existen o tenemos que ser nosotros quienes leyendo de aquí y de allá tengamos que hacer todo el trabajo de abstracción para llegar a nuestras propias conclusiones?

Estos periodos preelectorales me dejan agotada.

dilluns, 13 de setembre del 2010

Me pone los pelos de punta ver a un chaval de 20 años lanzando dogmas filosóficos igual que me pone los pelos de punta ver a un chaval de 20 años teorizando sobre política o sobre valores. Pero lo que más me pone los pelos de punta es ver que todos estos chavales de 20 años tienen detrás a unos cuantos perros viejos dándoles crédito y aguantándoles la tribuna desde la que lanzan sus consignas y presentan sus convicciones no como opiniones de chavales de 20 años (formados y preparados, eso sí, pero sólo tan formados y preparados como uno puede estarlo a los 20 años) sino como verdades y lecciones indiscutibles.

Hace unos meses alguien se me quejaba de que sentía que no le tomaban lo suficientemente en serio en su terreno: la filosofía. Yo le decía que tenía 30 años y que a su edad era normal tener mucha prisa, pero que una carrera como la suya necesitaba mucho tiempo de maduración y que las cosas acabarían llegando que, además, no estaba nada mal posicionado de entrada teniendo en cuenta su corta trayectoria.

Yo no soy ambiciosa. Es verdad. E igual esto que voy a escribir ahora es simplemente una justificación que me he buscado para estar a gusto con el hecho de no serlo: creo que la ambición (desmesurada) por ser considerado y hacerse un nombre es lo último que le debería preocupar a un filósofo, a un político o a un artista.

A sus setenta y pico años, poco antes de morir, Joan Sánchez Pijuán, el artista, me comentaba que, cuando veía obras de gente recién salida de la escuela de arte, se preguntaba como siempre que miraba un cuadro: ¿Qué hay detrás de esto? y que la respuesta en el cien por cien de los casos era sólo la ambición por destacar por el mero hecho de ser arriesgado y el morbo de resultar incomprensible. Que la gente, a los 20 años, tenía la tendencia de quedarse con unas referencias muy concretas que, por lo que fuera, le habían impresionado y que generalmente nada tenían que ver con el arte. Que esos chavales pretendían arrancar sus carreras artísticas partiendo desde los puntos a los que Rothko, Miró o Bacon habían llegado después de décadas de trabajo. Sánchez Pijuán me decía que uno no puede saltarse así todo un proceso de evolución, que ese proceso de evolución son los cimientos que darán al artista la estabilidad necesaria para poder luego estar seguro de su propio arte hasta el punto de presentarlo como un todo juntamente con su vida, aunque para algunos siguiera siendo un arte incomprensible y arriesgado.

No puedo con los chavales de 20 años que van lanzando dogmas y esperan respeto cada vez que abren la boca. El mío, no lo tienen. Me resulta imposible creer que a los veintipocos uno es consecuente al cien por cien con lo que dice y piensa y no es todo, en gran parte, consecuencia de la fascinación tan propia de esa edad por unas cuantas figuras de la literatura, del arte y de la filosofía.

Yo a los 20 era jarraitu convencidísima. Imagínense.

diumenge, 12 de setembre del 2010

Hoy durante todo el día no he sabido ver más allá de cierto asuntillo privado que me ha tenido clavada al sofá, tragándome uno tras otro episodios de "El ala oeste de la Casa Blanca" y contestando llamadas de amigos que se interesaban por mí.

Así que, por la tarde, vencida por el aburrimiento que me ha provocado mi reclusión, he tenido que sortear en un par de ocasiones la gran tentación de ponerme a explicar aquí cosas que no le importan a nadie más que mí, pensando que pudieran éstas interesar a los posibles lectores o pensando en que era éste un buen medio para de un plumazo tener informados de tonterías personales a todos los amigos. Mi experiencia me ha demostrado que, cuando hay algo personal que te obsesiona tanto que llega a ocupar tu cabeza de forma prácticamente total, lo peor que puedes hacer es sentarte delante de un teclado, empezar a escribir sobre ello y colgarlo al alcance de la vista de todo el mundo, ya que el resultado por lo general es patético: tus amigos saben perfectamente de qué estás hablando pero acaban hartos de tus rodeos y de tu manera tan torpe de intentar dotar a tus problemillas de una cierta vis de universalidad. Quienes no te conocen, piensan simplemente que eres una especie de pedante egocéntrico maniático y obsesivo.

Probablemente, ahora mismo, mis amigos están pensando en mis rodeos y mi torpeza, y mis conocidos y saludados (y desconocidos también) acaban de convencerse de que soy una pedante, egocéntrica, blablabla.

Me voy a dormir. Mañana será otro día.

(Mensaje a escritores que acaben de ser padres, acaben de perder a alguien, estén a las puertas de la crisis de los 40, 50, 60..., tengan una historia familiar tremebunda o padezcan cualquier trastorno de la personalidad: ahórrense la cosa de escribir un libro sobre ello: escriban un diario privado o vayan a un psicólogo mejor. Puede que se queden sin la pasta que les pudiera proporcionar la adaptación de sus miserias al género telefilm, pero su dignidad quedará mucho más enterita).

divendres, 10 de setembre del 2010

Qué hartita he acabado del pueblo rural.
Dietario del pueblo rural. Día 7. Martes.

La puesta de patitas en la calle resultó ser providencial. Hemos llegado a Barcelona a las 11 de la noche. Si llegamos a salir hoy, como estaba previsto, del pueblo rural, habríamos tardado el doble de tiempo en llegar. Mi hijo nos está esperando con la cena preparada: ayer por la tarde decidió bajarse del coche y adelantarse andando por el arcén soportando estoicamente los bocinazos e improperios que le lanzaban desde otros coches por adelantarles por la derecha. En lo que hemos tardado en llegar, él ha limpiado toda la casa, ha colocado todos los souvenirs en su sitio (qué recuerdos…) y ha enseñado el vídeo de las vacaciones en el pueblo rural al resto de la familia y a los más allegados. Feina feta.

Cenamos frugalmente (tenemos los estómagos encogidos por la emoción de la vuelta al cole), llamamos a Emma para decirle que hemos llegado bien, le dejamos el mensaje en el contestador y nos vamos a dormir todos menos mi hija, que se queda hasta las tantas practicando cibernada en la habitación del ordenador.
Dietario del pueblo rural. Día 6. Lunes.

Nos despertamos con el canto del gallo. Cris y yo parecemos dos pasitas arrugadas, igual que mi madre y el teutón, que han pasado la noche en la piscina. A mi madre, además, se le han pegado las aletas de la nariz al tabique de llevar tantas horas seguidas puestas las pinzas y tiene en la frente la marca del elástico del gorro. El pequeño y mi padre tienen los ojos rojos y no paran de ponerse colirio. La mayor luce unas ojeras azules, de no haber dormido, que le llegan casi a la barbilla. Nos encontramos en el comedor, en nuestra mesa habitual, y nos hacemos tanta gracia los unos a los otros que no podemos parar de reír. Entre carcajadas, el teutón le pide a la alemana lesbiana que nos saque cuatro botellas de cava para desayunar y brindar porque somos una familia feliz. La camarada se pone a llorar. Dice entre hipidos que llora en parte por la pinta tan ridícula que tenemos, en parte por ver tanta felicidad junta y en parte porque no puede evitar sentirse un poco desplazada del grupo. Soltamos una gran carcajada al unísono, ella se va a la cocina, vuelve con las botellas de cava, las deja encima de la mesa, se acerca a la cabina insonorizada del gallo, abre la portezuela, le salta los auriculares de un capón al bicho, la vuelve a cerrar, se sienta en un sofá y ahí se queda haciendo pucheros mientras nosotros brindamos sin parar y acabamos las cuatro botellas de una sentada.

Es nuestro último día entero en el pueblo rural. Empezamos a discutir sobre cómo queremos pasarlo. Mi padre, que hace eses sin levantarse de la silla, al ritmo de las jotas aragonesas que él mismo canta a voz en grito, y mi madre, que está borracha perdida, dicen que quieren ir primero a la farmacia a hacer acopio de aspirinas, suero fisiológico, primperán y caramelos de eucalipto, y luego a la camita. Cris, aprovechando que mi madre no está en condiciones, quiere pasar la mañana nadando en la piscina a sus anchas, no sin antes pasar por el chiringuito del río para comprarse unos manguitos porque no se ve ella en condiciones de flotar (qué previsora es). Mi hijo dice que va con ella al río y que se queda. Ya lleva puestos la mochila de las bombonas de oxígeno a la espalda, el traje de neopreno y las gafas, dice que ya verá cómo se pone el colirio debajo del agua. Mi hija ha desaparecido.

No me queda más remedio que llamar al orden: vamos a pasar el último día en el pueblo juntos, porque somos una familia (vuelve a aparecer mi hija), y lo vamos a pasar en la tienda de souvenirs. El teutón no, que no sólo no estamos emparentados con él de ninguna manera sino que además dudo hasta de que seamos de la misma especie. Le digo que no se lo tome como algo personal, pero que es así. Me dice que no sufra, que de todos modos será mejor que él se quede con Emma, que puede que a ella no le falte un poco de razón cuando dice que últimamente la ha tenido un poquito olvidada. Le pregunto quién es Emma. Me señala a la lesbiana alemana (¡Emma!). Hacemos el amago de quedarnos con ellos todo el día, que si hay que acompañar a alguien que se siente solo, se acompaña y más habiendo sido Emma (¡Emma!) tan amable con nosotros durante todos estos días. Dice que no, que ya se encarga él, que quiere un momento de intimidad para disfrutar de la carita que pondrá cuando le diga que fue él quien envió aquel ramito de violetas. Suspiramos todos a la vez imaginándonos el momento, le besamos, le abrazamos, le decimos que, si es necesario, cuelgue un calcetín en el pomo de la puerta, que entenderemos el mensaje, y enfilamos hacia la tienda de souvenirs.

Explico nuestro objetivo al resto de la familia: tenemos que hacer acopio de objetos preciosos o no que colocaremos en sitios estratégicos de nuestra casa en Barcelona para que los recuerdos agradables vayan viniéndonos a la cabeza constantemente, desde que nos despertemos hasta el momento en que nos vayamos a dormir. Paramos a esperar a mi padre, que está vomitando en un árbol. Cuando acaba de vomitar, nos desviamos del camino para acercarnos a la farmacia. Mi madre tenía parte de razón: el Primperán era necesario.

Llegamos por fin a la tienda de souvenirs. Nos dispersamos por las cuatro plantas y quedamos, dentro de tres horas, delante del mostrador de los hologramas de personajes típicos rurales, del holograma del cerdo a tamaño natural en concreto: no tiene pérdida.

Las tres horas pasan en un suspiro. Salimos a la plaza y repasamos todo lo que hemos comprado. Tiramos al contenedor los objetos repetidos: treinta trajes regionales (todos hemos comprado trajes para todos), cinco arados, cinco cosechadoras, cinco sacos de abono, cinco kits despertador (con sus cinco gallos, sus auriculares, sus cabinas insonorizadas, sus guantes de malla y sus hierros candentes); cinco muñecas lesboalemanas que al apretarles la barriguita repiten “Venga chicarrobas, ¡acabemos con la tiranía del género!” y “Puto pajarraco, puto pajarraco, puto pajarraco”. También hemos juntado entre todos seis figuras de porcelana que representan con un realismo aterrador, escala 1:1, a mi madre haciendo el vriksasana sostenida por la mano del teutón, pero accedemos a que mi madre se quede con las cinco que sobran; cuatro para regalárselas a sus amistades más cercanas y una para donarla a la piscina municipal de Ororbia, su pueblo natal.

Regresamos a la casa y nos encontramos nuestros equipajes, perfectamente alineados, ordenados por volúmenes de mayor a menor (ya no hay duda: el teutón y la lesbiana alemana (… ¡Emma!) son de otra especie) a lo largo de la acera, y un calcetín (mío) anudado al pomo de la puerta. Mi padre comenta que cree que nos han puesto de patitas en la calle. Saco del calcetín una nota que lleva escrito mi nombre. “Os ponemos de patitas en la calle. Buen viaje de regreso”. Me cuesta, pero reconozco que esta vez mi padre tiene razón. “No te preocupes”, me dice, “con el pedo que llevo aún y el colocón de primperán, mañana no me voy a acordar de nada”. Aprovecho para aliviar mi conciencia diciéndole que fui yo quien estrelló su coche contra aquella tanqueta de los marrones a finales de los 70 y que le quiero. Nos abrazamos y decidimos cargar los coches y tirar ya de vuelta para Barcelona.

dimecres, 8 de setembre del 2010

Dietario del pueblo rural. Día 5. Domingo.

Me despierto a las 5 de la madrugada. La cama es demasiado pequeña para cuatro personas. Por suerte, mi madre sólo ha dormido un rato: se ha pasado la noche yendo y viniendo del lavabo, poniéndonos compresas de agua fría en la frente y untándonos, a mi mujer, a mi padre y a mí, pecho y espalda con Vicks Vaporub, que mata todos los bichos, dice. Le he intentado explicar que lo del virus era mentira y que, en cualquier caso, mi padre no lo ha pillado. Dice que soy muy amable intentando tranquilizarla y que lo de mi padre es en plan preventivo, que ella misma también se ha untado un par de veces y que le parece una buenísima idea que me haya dejado el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana preparados en el galán de noche para ponérmelos hoy, que toda precaución es poca y que el verano es muy traidor.

Rompe a llorar de la emoción, me planta un beso en la frente y me dice que he sido un buen padre, marido e hijo, trayendo a mi familia a recuperarse con los aires del campo y preocupándome porque mis padres no caigan enfermos también. Lanza el tarro de Vicks Vaporub a la cabeza de mi padre, que para de roncar ipso facto. Me hace levantar los brazos para ponerme el jersey, bromea diciendo “¿Dónde está la cabeza del nene? ¿Dónde está la cabeza del neneeeeee?” hasta que mi cabeza acaba de emerger del cuello de cisne del jersey. Me peina y me ayuda a abrocharme el pantalón y a atarme los zapatos. Es más buena que el pan, mi madre. Juro mentalmente que nunca más les voy a dejar al margen de nuestros planes de vacaciones aunque estemos enfermos de verdad. Ya veré cómo convenzo a Cris.

La lesbiana alemana (nota mental: preguntarle cómo se llama), me recibe en el salón con una gran sonrisa. Me dice que ya sabía ella que bajaría de esta guisa y que me ha preparado un desayuno de tenedor, que es lo que desayunan los líderes sindicales. Me señala, en la mesa, un gran tazón de crispis con leche, un zumo de naranja, un café y un tenedor colocado con primor encima de una servilleta roja. Antes de que se me olvide, le pregunto cómo se llama. Me responde que le llame camarada, que además de ser un apelativo muy muy adecuado para nuestra situación actual, no indica género, que ya va siendo hora de que se supere la cosa esta de los chicos y las chicas, que la diferencia sexual es el lastre que arrastra la humanidad desde sus albores y que hasta que no se supere este tipo de matices no habrá manera de avanzar ni de ser realmente libres. Me cuenta de sus estudios en París, de la substitución de los sujetadores por las vendas opresoras que utilizaban sus amigas para disimular sus pechos y de las perillas postizas y los calcetines en las bragas que tan de moda se pusieron en los círculos antigénero de su época joven, que eso sí que era ser pionerarroba, que sus amigarrobas tenían muy claro que había que superar la cosa cuerpo y guiarse sólo por el intelecto, que es asexuadarroba en un principio pero que acababa presarroba, enterradarroba sobre capas de valores morales absurdos que absurdamente nadie se replanteaba.

Le digo que, por favor, me dé una cuchara.

Acabo el bol de crispis mientras le explico que la arroba que se usa al final de las palabras para privarles de la terminación que indica género, no se lee, que de hecho, no sé cuál sería la forma correcta de leerla, que sólo se usa en la escritura. Me dice que en alemán sí que se lee, que las palabras son normalmente tan largas que no va de cuatro o cinco sílabas más, que ella misma a veces añade unas cuantas consonantes y vocales a algunos términos, por pura diversión, y que nadie lo nota.

Sorbo las últimas gotas de leche del tazón, doy un puñetazo en la mesa y le digo que se calle y que por Dios se centre en el tema que nos ocupa, que las cosas hay que hacerlas paso a paso y que no mataremos ahora el pájaro del encasillamiento de género con el mismo tiro que el pájaro de la opresión laboral. Baja la cabeza y reconoce que, sí, que tengo razón, que las prisas no llevan a ninguna parte, que quien mucho abarca poco avanza. Recoge la peluca del suelo y se la vuelve a poner en la cabeza. Realmente, esta gente necesitaba un líder. Subo un momento a la habitación para preguntarle a mi mujer si puedo pasar la mañana fuera. Me dice que sí, que me vaya, que ellos se quedan en la piscina que para eso la hemos pagado y no es plan de que sólo la utilice nuestra hija que encima ni se baña y que, para hacer lo que hace, lo mismo lo podría hacer en cualquier otro sitio. Le pregunto qué hace nuestra hija en la piscina. “Nada”, me responde. Decido dejar la broma fácil para otro momento. Bajo de nuevo al salón y le digo a mi camarada que vayamos al zaguán de ayer a reunirnos con el resto de la plantilla; tengo la intuición de que aún siguen ahí discutiendo cualquier cosa, las reuniones, sin un líder, tienden a eternizarse.

Allí siguen, sí, hablando del Barça.

Consigo hacerme con la palabra tres horas más tarde, después de respetar escrupulosamente los turnos en los que cada uno de los allí presentes ha expresado su opinión sobre Laporta, Berlusconi, el Papa, la Iglesia, el Islam, Marbella, los coches deportivos, las tías que se dejan fotografiar sobre los capós de los coches deportivos en las ferias (punto en el cual la camarada ha olvidado por completo sus compromisos de juventud parisinos, las arrobas y sobre todo las bandas opresoras de pechos), Laporta otra vez, las tías buenas otra vez y otra vez Laporta, por este orden: una cosa llevaba a la otra.

He aprovechado el minuto de silencio que alguien ha propuesto hacer por la muerte de la clase política catalana tal como la conocemos en general y por la del socialismo centralista en particular (esto no lo he entendido muy bien) para convocar una manifestación por sus derechos de trabajadores del pueblo rural, a las cinco en punto, delante de la puerta de la iglesia. Todos han estado de acuerdo ya que, total, iban a estar allí de todos modos porque es el sitio de donde sale la cabalgata en la que tienen que desfilar todos los días. Me ha parecido un poco contradictorio pero he pensado que es la mejor manera de asegurarme que todos se presentarán y que habrá una gran afluencia de público. Me he despedido al grito de “¡Libertad!” y me he dirigido al hotel para aprovechar en la piscina el ratito que quedaba antes de la hora de comer.

En la piscina, mi mujer intenta convencer a gritos desde el bordillo a mi madre de que, siendo (mi madre) una sola nadadora y no un equipo entero de natación sincronizada, no necesita toda la piscina para hacer formaciones y figuras en el agua. Mi madre replica con voz nasal (lleva las pinzas puestas) que sí que la necesita porque, aunque no estén de cuerpo presente, ella lleva al resto del equipo en la cabeza y en el corazón (por supuesto) y si no piensa de forma global no puede concentrarse en hacer bien los movimientos. Da un giro repentino, acaba la inmersión con una patadita en la superficie y desaparece hacia el fondo de la piscina dejando un rastro de purpurina.

-Lleva así toda la mañana.- Me dice mi mujer.
-¿Y mi padre?- Le pregunto.
-En la silla de juez, cantando la música a gritos y cronometrándole cada número. El niño está ahí abajo, tu madre le ha pedido que le grabe para luego repasar las cintas y mejorar la técnica. Tu hija, no lo sé. No me preguntes.
-Seguramente estará haciendo nada con su amigo.
-Seguramente.

Veo que no tengo nada que hacer en la piscina. Paso por la cocina y robo una manzana; no tengo hambre. Los nervios de la revolución. Subo a la habitación y me echo una siesta.

Me despiertan seis campanadas. Llego tarde a la manifestación. Voy corriendo a la plaza de la iglesia. Gran revuelo en torno al cerdo absuelto de cada jueves: la cabeza de la manifestación aún no ha empezado a avanzar porque se ha tumbado delante de la pancarta y no hay quien lo mueva de ahí. La señora del cerdo me dice que el animal se ha enterado de sus intenciones y que ha decidido practicar lo que él llama la resistencia pacífica (de momento), que no le interesa hacia dónde puede derivar el asunto si la clase obrera levantada se sale con la suya.

Me fijo bien en la pancarta. Dice: “El pueblo rural cont”. Le pregunto a la porquera qué quiere decir eso. Me dice que no les ha cabido el “ra la opresión del explotador con el único objetivo de entretener als pixapins de la capital”. Le digo que ese lema y, más aún, toda la revolución están mal concebidos desde el principio, que salta a la vista que no han acertado ni con la tipografía ni con el cuerpo de letra y que se han pasado por el forro tanto las dimensiones de la pancarta como las del cerdo y que a ver ahora qué hacemos. Me responde de malas maneras que si un líder sindical que ella se sabe no se hubiera ido a tumbarse a la bartola en la piscina durante las cruciales horas previas a la sublevación, a lo mejor las cosas habrían salido un poco mejor para ellos y peor para el cerdo, que era de lo que se trataba. Le pido que no me toque las pelotas y que no me recuerde lo de la piscina, que ni siquiera me he bañado. Interrumpen nuestra discusión los gritos del cerdo y los de la multitud. De repente, todo el mundo ha desaparecido. El cerdo levanta la cabeza y me mira, el matarife levanta la cabeza y me mira repitiendo su frase del guión de los jueves: “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…” Me da todo tanta rabia que me saco la margarita y el trapo del escote y escupiendo en el suelo, se los devuelvo a la porquera. Regreso hacia la casa preguntándome dónde se habrá metido la camarada. La veo en el bordillo de la piscina, mirando arrebolada cómo un señor teutón sostiene a mi madre en vilo, con una sola mano, mientras ella intenta mantener el equilibrio haciendo la postura del vriksasana. Le pregunto a la camarada quién es ese señor que apuntala así a mi madre. Me dice que su novia, que ha vuelto de Bilbao para quedarse. No pregunto más.

Subo a la habitación. Encuentro a mi hijo y a mi padre sentados delante del ordenador, con el Final Cut abierto, marcando los TC-ins y los TC-outs de los, según ellos, momentos de la coreografía que mi madre debería pulir. Me dirijo a la puerta que comunica nuestra habitación con la de los niños. Mi hijo me dice que mejor no entre ahí, que su hermana está dentro haciendo nada con su amigo desde hace un rato. Le pregunto por su madre. Me dice que está tomando un baño de sales. Entro en el lavabo, me desnudo, me meto en la bañera con Cris y apoyo mi cabeza en su hombro. Me toca con mucho cuidado la herida aún cosida de la pedrada que me dio en el río el niño vegetariano. “Creo que no quedará demasiada cicatriz”, me dice muy suavecito. Nos besamos y por un momento tengo la agradable sensación de formar parte de una familia feliz que está de vacaciones.

dimarts, 7 de setembre del 2010

Dietario del pueblo rural. Día 4. Sábado.

Las normas de nuestras vacaciones en el pueblo rural, las escribimos entre todos dos días antes de plantarnos allá. Eran tres:

1)Nada de strip-poker.
2)Nada de salir huyendo del pueblo, ni todos en bloque ni de manera individual ni en grupos de a dos o a tres, pasara lo que pasara.
3)Secreto absoluto para con los abuelos (les hemos dicho que no podíamos ir a la playa, que nos habíamos pillado los cuatro un virus muy contagioso y que -qué rabia- nos quedábamos en casa en cuarentena, todas las vacaciones. Que no se acercaran y que, por si acaso, nunca se sabe, no nos llamaran tampoco por teléfono).

Ayer conduje en círculos alrededor del pueblo durante todo el día y toda la noche y hoy llevaba conduciendo toda la mañana hasta que, sin darme cuenta, me he desviado de la carretera y he cogido un camino que, a los pocos kilómetros, se me revela como cañada real. Estoy prácticamente parado; hasta donde me llega la vista, que he levantado al sorprenderme por no oír el traqueteo de las ruedas contra la grava, soy capaz de contar cuatro rebaños de ovejas que avanzan a muy poca velocidad y, ante las ruedas de mi coche, grandes cantidades de bolitas de caca negra. “Huy, si parecen olivas”, pienso. Uno de los pastores interrumpe mis pensamientos al romper de un garrotazo el faro derecho de mi todoterreno. Meto la marcha atrás, piso a fondo el acelerador, las ruedas derrapan un momento y salgo disparado de culo, en dirección contraria a la que he venido. Hago un trombo, miro por el retrovisor y veo, mientras me alejo, al pastor cubierto de mierda y a tres ovejas atropelladas (por mí, más que probablemente). En parte por este desagradable incidente, en parte porque empezaba a sentirme culpable por haber fallado a mi familia por un triste asunto de venganza, vuelvo al pueblo rural dispuesto a disculparme y a reconocer que un padre de familia, por mucho que le hayan decepcionado los suyos, debe mantenerse en su sitio predicando con el ejemplo. Llego a la casa, entro en el comedor, me acerco a la mesa en la que comen mi mujer, mi hijo pequeño y mis padres, me aparto la pluma de la cara con un gracioso golpe lateral de cabeza y me siento con ellos.

-¿Ayer montasteis una partida de strip-poker?- Le pregunto a mi mujer.
-No.- Contesta ella.- ¿Tú has llamado a los abuelos?- Le pregunta a mi hijo.
-No.- Contesta él.- ¿Te has escapado del pueblo?- Me pregunta mi hijo mirándome con cara de decepción.
-No.-Respondo yo.

A veces las mentiras piadosas son necesarias para el buen funcionamiento de una familia.

-¿Dónde está Laura?- Pregunto en general buscando a mi hija con la mirada.
-Tiene un amigo. Se ha ido a comer con él.- Contesta mi madre.
-Esta tarde es la feria medieval.- Dice mi padre enseñándonos el programa de actividades del pueblo rural.

Decidimos salir a dar una vuelta a ver qué han preparado.

Nada más poner un pie en la calle, nos tiran encima, desde un primer piso, un cubo de aguas fecales. El suelo está cubierto de paja, han quitado todas las farolas, los cables de la luz y del teléfono, las alcantarillas, los váteres de las casas, las cocinas, las teles, la wi-fi, los carteles del último referéndum por la independencia, el dispensario médico, el cibercafé y el punto de información. Hay puestos de queso, de carne a pleno sol, de hierbas medicinales y de miel en tinajas. Un señor con unas tenazas en la mano nos anima a que nos dejemos arrancar un diente y, en la plaza, vemos a la lesbiana alemana atada a un poste y rodeada de leña que ya empieza a arder.

Veo un grupo de mujeres despechugadas que me miran mal desde una esquina. Recuerdo el aviso de la lesbiana alemana (“Cámbiese de ropa o tendrá problemas con las prostitutas medievales”), giro la cabeza hacia la plaza y compruebo que, a la pobre, ya no le queda ni pelo en la cabeza ni cejas. “Éstos van en serio”, pienso. Le digo a mi mujer que eso es demasiado para mí, que les espero en la piscina. Vuelvo a la casa. Subo a la habitación, me pongo el bañador y bajo. Han quitado la piscina y en su lugar han colocado una balsa de agua pestilente. Decido simplemente hacer una de las, al parecer, pocas actividades que se hacían igual en la Edad Media que ahora: tomar el sol.

Oigo murmullos y risitas detrás de un arbusto cercano. Me acerco, aparto las hojas y veo a mi hija con briznas de paja en la cabeza tan despechugada como las señoras que hacía un momento me miraban desde la esquina. A su lado, un joven tocado de la misma manera que ella.

-No estamos haciendo nada, papá.

A veces las mentiras piadosas blablabla.

Vuelvo a tumbarme al lado de la balsa. Me quedo dormido tan profundamente que, cuando me despierto, ya es de noche, la balsa vuelve a ser una piscina y la luz en la ventana de nuestras habitaciones me indican que mi familia ya ha vuelto de su experiencia medieval.

Decido no subir todavía y aprovechar que las farolas vuelven a estar en su sitio para dar una vuelta por el pueblo desierto. Subo hacia la plaza, me desvío a la derecha antes de llegar, oigo susurros que vienen de un zaguán iluminado. Me asomo por la puerta. Veo un grupo de gente que me mira, petrificados, con ojos de susto. Identifico entre ellos a la señora del cerdo y –ésta me cuesta un poco más- a la lesbiana alemana que susurra “es amigo”. Me hacen pasar. Mientras el resto sigue hablando, la lesbiana alemana me cuenta que les he sorprendido en plena reunión sindical. Están hartos de las condiciones de trabajo, me dice poniéndose una peluca, y llevan un mes reuniéndose de forma clandestina para ir a la huelga el lunes, que sigue siendo el día que más pereza da currar, aunque se trabaje como ellos 7/24 non stop, sigue explicándome mientras se pinta con un rotulador los pelos de las cejas, de las pestañas, de los brazos, del bigote y uno un poco más largo en una verruga que tiene al lado de la nariz. Me cuenta que hasta que yo llegué no acababan de decidirse a liarla parda (sic.) pero que, gracias a las conversaciones que servidor había tenido con la señora del cerdo y con ella misma, han decidido no aguantar más. Me coge de las manos, me mira a los ojos y me dice que yo y sólo yo soy quien se los ha abierto (los ojos, los suyos y los de todos) y que si quiero ser su líder sindical. Me chupo un dedo y con amoroso gesto le borro un pelo que le había quedado demasiado abajo para ser ceja y demasiado arriba para ser pestaña, mientras le digo que me lo tengo que pensar, que además voy en bañador y que ésa no es la ropa adecuada para liderar prácticamente nada, que mejor me voy a dormir y que mañana si, cuando baje a desayunar, ve que aún llevo puesto el bañador, será que he decidido que no, pero que si ve que me he puesto el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana marrones, será que sí y que ya concretaremos los detalles de la reunión definitiva.

Me levanto, abandono el zaguán discretamente y alejándome calle abajo, me voy haciendo pequeño a la vista mientras, por dentro, me crezco por el orgullo de mi nuevo estatus de líder espiritual.

Tanto menguar y crecer me deja agotado. Esta noche voy a dormir planchado.

dijous, 2 de setembre del 2010

Dietario del pueblo rural. Día 3. Viernes. (Fin de la primera parte).

Me despierta el canto del gallo.

Dejo a los niños y a Cris aún durmiendo. No sé a qué hora subieron ayer a la habitación, debía de estar profundamente dormido. Veo la mesa de jugar a cartas, el cenicero lleno de colillas, los vasos de whisky y un sujetador colgando del respaldo de una silla y pienso: “Joder, vaya timba se montaron estos tres”. Dudo si enfadarme o no: por un lado, ayer me vino bien estar sólo con mis negros pensamientos los tres minutos que tardé en dormirme, por otro, me habían jurado que me avisarían la próxima vez que montaran un strip-poker y yo, con esa esperanza, había metido en la maleta mi traje de cabaretera de los años 30; yo, si me desnudo, me desnudo con gracia aunque sea en familia, aunque los críos se avergüencen de mí. Me pongo el traje de cabaretera, les dejo durmiendo y bajo a buscar a la alemana, seguro que ella sabe apreciar mi arte.

La encuentro en la recepción, con los guantes de malla puestos, arrimando una barra de acero al fuego de la chimenea. El gallo está encerrado en la cabina insonorizada. Digo buenos días.

-Buenos días. Ya sabía yo que bajaría usted solo. Con la que montó ayer su familia y los pocos pulmones que tiene ese pajarraco… No se preocupe que esto lo arreglo yo en un momento.- añade blandiendo hacia el gallo la barra candente.

Le digo que no hace falta, que les deje dormir, que estamos de vacaciones y que deje la barra a mano y el fuego encendido, que ya arreglaré yo luego cuentas con ellos.

Me propone que, mientras se despiertan, desayune con ella en la cocina. Con el café con leche delante, me dice que le gusta mucho mi vestido pero que me aconseja que me cambie de ropa antes de salir: hoy se celebra la fiesta medieval de los viernes y me augura problemas con el resto de las prostitutas medievales, que son muy territoriales. Le digo que no voy de prostituta medieval y le pregunto si realmente quiere que me lo quite, que, si a ella le gusta, estoy dispuesto a llevarlo todo el día (ya veré cómo hago para que no me linchen las animadoras putas) en agradecimiento a lo amable que está siendo con nosotros. Me dice que a ella le encantaría pero que tengo que entender que esa gente está trabajando y vive de las atenciones de su público y que no está bien que alguien de fuera venga para hacerles competencia directa.

-Pero a usted le gustaría que lo llevara.- Insisto.
-No hay cosa que me gustaría más, pero tengo que pensar en el buen ambiente de trabajo, el pueblo es muy pequeño y…

… y aquí le interrumpo para soltar mi discurso de qué pena me da que el trabajo acabe alienando así a la gente, que cómo puede una lesbiana alemana como ella renunciar a una vista tan agradable como la que tiene ahora mismo delante de sus ojos en pro del bienestar fingido de un equipo de gente y cerdos que, en el fondo (yo lo sé de primera mano), son sólo un puñado de infelices y una piara de individuos ególatras. Tengo que parar aquí porque la pluma de pavo real que llevo clavada en el moño ha caído hacia mi cara y me hace cosquillas en la nariz. Ella aprovecha el momento para abrazarme llorando, repitiendo: “Tiene razón, tiene razón, no se imagina lo duro que es ser la única lesbiana alemana en un pueblo como éste…”. ¿La única? Le pregunto por su novia. Me cuenta que hace un año se marchó a trabajar a Bilbao, a hacer un puente hiperdeslizante sobre la ría, con Calatrava, y que nunca más ha vuelto a saber de ella. Que desde entonces, una vez al año (o sea, una sola vez), ha recibido un ramito de violetas de parte de un desconocido y que no imagino cuánto tiene que agradecer a la canción ligera española en general y a Cecilia en particular por haberle enseñado otro modo de ver las cosas.

Me quedo un momento en stand by, repasando mentalmente toda la canción y concluyo que sí, efectivamente, tal como creía recordar, la ilusión de la que habla la letra es muy muy triste, pero, qué caray, si a ella la anima… Acabo el café con leche y salgo de la casa. Paso por la plaza. Ni rastro de la fiesta del día anterior. Salgo del pueblo. Llego al parking. Busco el todoterreno, abro la puerta, me remango el cancán, me siento al volante, cojo la carreterita de curvas y me alejo del pueblo rural pensando que ellos (mi familia) también se han saltado las normas, que dormirán todo el día y que no pienso regresar hasta la hora de cenar.
Dietario del pueblo rural. Día 2. Jueves. Fiesta mayor

Nos despierta el canto del gallo.
Nos vestimos, nos duchamos y bajamos a desayunar.

Busco a la alemana con la mirada. La veo en un rincón, con unos guantes de malla, sacando al gallo de una cabina insonorizada en cuyo interior hay un micrófono. Le está intentando desenrollar del cuello el cable de los auriculares, que aún lleva puestos (el gallo), mientras éste va repartiendo picotazos. Nein! Nein!, va gritando ella. Lanza al gallo a la calle con una mano y se queda con los auriculares y unas cuantas plumas en la otra. “Ah, ya se han despertado” dice mirándonos. “Perdonen por lo del gallo; es el único que tenemos en el pueblo, por eso es tan agresivo, el pobre, si hubiera otro canalizaría su furia hacia él, pero como no lo hay está a la defensiva con todo el mundo. La eterna gilipollez del macho alfa...” Se quita nos guantes y nos enseña el camino al comedor. Dice que en seguida viene, que tiene que ordeñar la vaca. Entra en la cocina y oímos que abre la puerta de la nevera. Desayunamos leche con pan, nos ponemos en el cuello los pañuelos azules que hemos encontrado junto a nuestros platos (lástima no haber visto antes la servilleta) y salimos a la calle. Es fiesta mayor.

En algún momento de la noche, alguien ha debido de colocar las banderolas que adornan de lado a lado la plaza mayor. Las banderolas, el escenario, el juego de luces, la mesa de sonido, los altavoces, los gigantes en la esquina, la tómbola, los autos de choque, el tiropichón y una noria. Atravesamos como podemos la plaza y nos disponemos a pasar la mañana en el río. Plantamos las toallas en las piedras. Los niños, un minuto exacto después de que su madre acabe de embadurnarlos con protector solar, deciden ir a bañarse. Les acompaño. Una torre de salvavidas, un tobogán gigante, las corcheras amontonadas de los últimos campeonatos de natación contracorriente, el chiringuito, las piraguas colocadas en paralelo boca abajo sobre las rocas, unos centenares de salmones que –evidentemente- se quedaron a medio camino durante el asombroso descenso de las aguas de hace una semana, los chalets de primera línea, la barrera de vendedores de coco y, por fin, el agua. (Nota mental: en próximas ocasiones, no ponerme los pies de pato hasta llegar a la misma orilla).
El pequeño se ha dejado el arpón en la toalla. Rabieta al canto. Se me pasa la rabieta, me quito los pies de pato (¡ja!) y, con uno en cada mano, emprendo el regreso.

Me cruzo con la familia vegetariana. Me dan la espalda. “¿Qué? A disfrutar del último bañito, ¿eh?”, digo. Intentan darme la espalda más aún, con lo que acaban mirándome de frente con cara de sorpresa. Estoy decidido a recuperar su simpatía, así que les explico en voz baja a los padres lo de los salmones, “no se acerquen, parece que ha habido una verdadera escabechina”, les digo. Se indignan conmigo y dicen no sé qué de tener el valor de utilizar las palabras salmón y escabeche en la misma frase. El crío pequeño me da una patada. Sigo mi camino hacia la toalla.
Llego. Mi mujer se sorprende de verme allí sin los niños, ve mi moratón en la espinilla y se asusta mucho. La tranquilizo diciéndole que sólo vengo a por el arpón. Abro el bolso y veo que también se había dejado las gafas, las bombonas de oxígeno y la cámara subacuática. No tengo manos para llevar todo. Me vuelvo a poner los pies de pato y vuelta otra vez para el agua.

Cuando llego, una hora más tarde, el pequeño dice que ya no quiere pescar. Ni pescar ni bañarse más. Le encasqueto las gafas y la boquilla de las bombonas de oxígeno, le pongo el arpón en la mano, le cojo la cabeza con la mano y la sumerjo. Lo aguanto cinco minutos debajo del agua y lo vuelvo a sacar. Ha pescado una trucha. “¿Ves, qué bien, tonto?”, le digo mientras le saco las tripas a la trucha y la lavo en el mismo río. Ahora vamos a comer y a ver cómo matan al cerdo. Noto en la cabeza una pedrada y alcanzo a ver cómo esconde la mano el niño vegetariano.

En la mesa de la fonda (restaurante, como lo llaman aquí). Le tiendo al camarero la trucha que ha pescado el pequeño y le pido que la cocine a la plancha y que nos traiga una ensalada y el pescado del día para todos. “Esto será lo más vegetariano que llegará a ser mi familia nunca”, le susurro con una sonrisa maliciosa a mi mujer. Me da un coscorrón en la herida de la pedrada que ella misma me ha cosido hace un momento. Saltan los puntos. Me los vuelve a coser, pero esta vez a mala leche. Me quedará cicatriz seguro. “Para que te acuerdes cada vez que te comas un chuletón”, replica ella cortando el hilo con los dientes, sin dejar de sonreír. Vuelve el camarero con la ensalada y cuatro truchas en una bandeja. “Quiero comer la mía”, dice el pequeño, “¿Cuál es la mía?” Delicado momento. No puedo permitirme un segundo de duda. “Ésta”. Le pongo la primera que cojo en el plato y le digo que coma. “Qué curioso”, susurra mi mujer, “hubiera jurado que era la que no lleva anilla de piscifactoría”. “Pues mira, no”, respondo rápidamente. Y cuela. Contundencia y decisión, son las cualidades de un buen cabeza de familia. Me como rápidamente la que ha pescado mi hijo (tres veces más pequeña que las de piscifactoría). “Mmmm, se nota que no es acabada de pescar. ¡Ahora, los postres!”. Como decía: Contundencia, decisión y fulminante cambio de tema.

La sobremesa se ha alargado tanto que se nos ha tirado encima la hora de la matanza del cerdo. El camarero nos dice que se hace delante de la iglesia. Nos acercamos hasta allá. Hay unas diez personas siguiendo atentamente los movimientos de un señor, que lleva un cuchillo en la mano; una señora, con un cubo de plástico; tres señores más, de manos vacías; y un cerdo. También hay dos taburetes y una plancha de madera colocada encima de los taburetes. Nos ven llegar, se quedan quietos mirándonos. Llegamos. “Bueno, empezamos, que ya estamos todos”. Dice el señor del cuchillo. Me pongo en primera fila. Tengo agarrada a mi hija, la mayor, de la mano. Veo que el cerdo se sube a la plancha de madera y se tumba de costado. Un señor le agarra de las patas delanteras, otro de las traseras y el tercero de la cabeza. La señora coloca el cubo debajo de su cuello. El señor del cuchillo le acerca la punta al cuello y pincha. Cae un hilo de sangre, el cerdo empieza a chillar, todo el mundo empieza a chillar, ya no se oye el grito del cerdo y han dejado de oírse también los alaridos de la gente. El señor del cuchillo levanta la cabeza y mira. El cerdo levanta la cabeza y mira. Los otros cuatro levantan la cabeza y miran. Noto que mi hija ya no está agarrada de mi mano, miro abajo, miro hacia atrás, no hay nadie. Todo el mundo ha salido corriendo. Miro al señor del cuchillo. “Pues hoy tampoco seguiremos con esto, no vamos a hacer todo el numerito sólo por usted…”. El cerdo se ha levantado de un saltito y la señora le está limpiando el hilo rojo que le resbala cuello abajo. Cerdo y hombres se van, la señora se sienta en uno de los taburetes lanzando un gran suspiro. Mira desolada el fondo del cubo de plástico vacío y retuerce entre sus manos el trapo con el que acaba de limpiar al cerdo. Me siento en el otro taburete. Le doy conversación.

-Del grupo de animación, supongo.
-Sí.
-Es que ¿nadie ha nacido en este pueblo?
-Yo, sí, también. Y el cerdo.

Doy un salto, me abalanzo sobre ella y le doy un beso. Busco al cerdo con la mirada para besarlo también, pero ha desaparecido. Pregunto a la señora por el corral en el que puedo encontrarlo.

-No vaya a buscarlo, no sacará nada de él: se ha convertido en una especie de divo insoportable a fuerza de ver cada jueves cómo la gente no puede soportar la idea de que muera.

Me cuenta que ella es la encargada del cuidado personal del cerdo y que la trata fatal. Que no hay nada peor que un cerdo engreído y que éste, es tan así que hace que todos los días le llenen el establo de margaritas. Que no me imagino lo difícil que es encontrar margaritas en pleno invierno. Que está harta de su vida, que nunca se hubiera imaginado, cuando era joven, que el pueblo acabara siendo lo que es ni que ella acabara participando de toda esta farsa, pero que al menos le dejan trabajar con su propia ropa, que el vestuario, al resto de los animadores les queda como una patada, que unas enaguas si no se saben llevar...

He aquí una mujer desgraciada, pienso. Recurro a empatía: le digo que para desgraciado, yo. Que me creía una persona normal y pacífica, pero que, el incidente del cerdo había abierto la puerta de un compartimento oscuro de mi cerebro. Que la perspectiva de la sangría, había despertado en mí tal avidez hemática que no puedo esconder la decepción que me produce mirar a ese cubo y verlo limpio. Que me horrorizo de mí mismo.

La señora me rodea los hombros con un brazo y, con la otra mano, me tiende el trapo con el que ha limpiado el hilo de sangre del cuello del cerdo. Lo cojo, le miro a los ojos con ilusión, saca una margarita del bolsillo del delantal y me la tiende también. Me meto las dos cosas en el escote, le doy otro beso y me alejo diciéndole que siempre la llevaré ahí, cerca del corazón. Voy a buscar a mi familia.

Los encuentro en la fonda, cenando chuletones poco hechos. Con señas, desde la puerta, indico a mi mujer que me voy a dormir. Esta noche no estoy para nadie.