dimarts, 7 de setembre del 2010

Dietario del pueblo rural. Día 4. Sábado.

Las normas de nuestras vacaciones en el pueblo rural, las escribimos entre todos dos días antes de plantarnos allá. Eran tres:

1)Nada de strip-poker.
2)Nada de salir huyendo del pueblo, ni todos en bloque ni de manera individual ni en grupos de a dos o a tres, pasara lo que pasara.
3)Secreto absoluto para con los abuelos (les hemos dicho que no podíamos ir a la playa, que nos habíamos pillado los cuatro un virus muy contagioso y que -qué rabia- nos quedábamos en casa en cuarentena, todas las vacaciones. Que no se acercaran y que, por si acaso, nunca se sabe, no nos llamaran tampoco por teléfono).

Ayer conduje en círculos alrededor del pueblo durante todo el día y toda la noche y hoy llevaba conduciendo toda la mañana hasta que, sin darme cuenta, me he desviado de la carretera y he cogido un camino que, a los pocos kilómetros, se me revela como cañada real. Estoy prácticamente parado; hasta donde me llega la vista, que he levantado al sorprenderme por no oír el traqueteo de las ruedas contra la grava, soy capaz de contar cuatro rebaños de ovejas que avanzan a muy poca velocidad y, ante las ruedas de mi coche, grandes cantidades de bolitas de caca negra. “Huy, si parecen olivas”, pienso. Uno de los pastores interrumpe mis pensamientos al romper de un garrotazo el faro derecho de mi todoterreno. Meto la marcha atrás, piso a fondo el acelerador, las ruedas derrapan un momento y salgo disparado de culo, en dirección contraria a la que he venido. Hago un trombo, miro por el retrovisor y veo, mientras me alejo, al pastor cubierto de mierda y a tres ovejas atropelladas (por mí, más que probablemente). En parte por este desagradable incidente, en parte porque empezaba a sentirme culpable por haber fallado a mi familia por un triste asunto de venganza, vuelvo al pueblo rural dispuesto a disculparme y a reconocer que un padre de familia, por mucho que le hayan decepcionado los suyos, debe mantenerse en su sitio predicando con el ejemplo. Llego a la casa, entro en el comedor, me acerco a la mesa en la que comen mi mujer, mi hijo pequeño y mis padres, me aparto la pluma de la cara con un gracioso golpe lateral de cabeza y me siento con ellos.

-¿Ayer montasteis una partida de strip-poker?- Le pregunto a mi mujer.
-No.- Contesta ella.- ¿Tú has llamado a los abuelos?- Le pregunta a mi hijo.
-No.- Contesta él.- ¿Te has escapado del pueblo?- Me pregunta mi hijo mirándome con cara de decepción.
-No.-Respondo yo.

A veces las mentiras piadosas son necesarias para el buen funcionamiento de una familia.

-¿Dónde está Laura?- Pregunto en general buscando a mi hija con la mirada.
-Tiene un amigo. Se ha ido a comer con él.- Contesta mi madre.
-Esta tarde es la feria medieval.- Dice mi padre enseñándonos el programa de actividades del pueblo rural.

Decidimos salir a dar una vuelta a ver qué han preparado.

Nada más poner un pie en la calle, nos tiran encima, desde un primer piso, un cubo de aguas fecales. El suelo está cubierto de paja, han quitado todas las farolas, los cables de la luz y del teléfono, las alcantarillas, los váteres de las casas, las cocinas, las teles, la wi-fi, los carteles del último referéndum por la independencia, el dispensario médico, el cibercafé y el punto de información. Hay puestos de queso, de carne a pleno sol, de hierbas medicinales y de miel en tinajas. Un señor con unas tenazas en la mano nos anima a que nos dejemos arrancar un diente y, en la plaza, vemos a la lesbiana alemana atada a un poste y rodeada de leña que ya empieza a arder.

Veo un grupo de mujeres despechugadas que me miran mal desde una esquina. Recuerdo el aviso de la lesbiana alemana (“Cámbiese de ropa o tendrá problemas con las prostitutas medievales”), giro la cabeza hacia la plaza y compruebo que, a la pobre, ya no le queda ni pelo en la cabeza ni cejas. “Éstos van en serio”, pienso. Le digo a mi mujer que eso es demasiado para mí, que les espero en la piscina. Vuelvo a la casa. Subo a la habitación, me pongo el bañador y bajo. Han quitado la piscina y en su lugar han colocado una balsa de agua pestilente. Decido simplemente hacer una de las, al parecer, pocas actividades que se hacían igual en la Edad Media que ahora: tomar el sol.

Oigo murmullos y risitas detrás de un arbusto cercano. Me acerco, aparto las hojas y veo a mi hija con briznas de paja en la cabeza tan despechugada como las señoras que hacía un momento me miraban desde la esquina. A su lado, un joven tocado de la misma manera que ella.

-No estamos haciendo nada, papá.

A veces las mentiras piadosas blablabla.

Vuelvo a tumbarme al lado de la balsa. Me quedo dormido tan profundamente que, cuando me despierto, ya es de noche, la balsa vuelve a ser una piscina y la luz en la ventana de nuestras habitaciones me indican que mi familia ya ha vuelto de su experiencia medieval.

Decido no subir todavía y aprovechar que las farolas vuelven a estar en su sitio para dar una vuelta por el pueblo desierto. Subo hacia la plaza, me desvío a la derecha antes de llegar, oigo susurros que vienen de un zaguán iluminado. Me asomo por la puerta. Veo un grupo de gente que me mira, petrificados, con ojos de susto. Identifico entre ellos a la señora del cerdo y –ésta me cuesta un poco más- a la lesbiana alemana que susurra “es amigo”. Me hacen pasar. Mientras el resto sigue hablando, la lesbiana alemana me cuenta que les he sorprendido en plena reunión sindical. Están hartos de las condiciones de trabajo, me dice poniéndose una peluca, y llevan un mes reuniéndose de forma clandestina para ir a la huelga el lunes, que sigue siendo el día que más pereza da currar, aunque se trabaje como ellos 7/24 non stop, sigue explicándome mientras se pinta con un rotulador los pelos de las cejas, de las pestañas, de los brazos, del bigote y uno un poco más largo en una verruga que tiene al lado de la nariz. Me cuenta que hasta que yo llegué no acababan de decidirse a liarla parda (sic.) pero que, gracias a las conversaciones que servidor había tenido con la señora del cerdo y con ella misma, han decidido no aguantar más. Me coge de las manos, me mira a los ojos y me dice que yo y sólo yo soy quien se los ha abierto (los ojos, los suyos y los de todos) y que si quiero ser su líder sindical. Me chupo un dedo y con amoroso gesto le borro un pelo que le había quedado demasiado abajo para ser ceja y demasiado arriba para ser pestaña, mientras le digo que me lo tengo que pensar, que además voy en bañador y que ésa no es la ropa adecuada para liderar prácticamente nada, que mejor me voy a dormir y que mañana si, cuando baje a desayunar, ve que aún llevo puesto el bañador, será que he decidido que no, pero que si ve que me he puesto el jersey de cuello vuelto y los pantalones de pana marrones, será que sí y que ya concretaremos los detalles de la reunión definitiva.

Me levanto, abandono el zaguán discretamente y alejándome calle abajo, me voy haciendo pequeño a la vista mientras, por dentro, me crezco por el orgullo de mi nuevo estatus de líder espiritual.

Tanto menguar y crecer me deja agotado. Esta noche voy a dormir planchado.