divendres, 10 de setembre del 2010

Qué hartita he acabado del pueblo rural.
Dietario del pueblo rural. Día 7. Martes.

La puesta de patitas en la calle resultó ser providencial. Hemos llegado a Barcelona a las 11 de la noche. Si llegamos a salir hoy, como estaba previsto, del pueblo rural, habríamos tardado el doble de tiempo en llegar. Mi hijo nos está esperando con la cena preparada: ayer por la tarde decidió bajarse del coche y adelantarse andando por el arcén soportando estoicamente los bocinazos e improperios que le lanzaban desde otros coches por adelantarles por la derecha. En lo que hemos tardado en llegar, él ha limpiado toda la casa, ha colocado todos los souvenirs en su sitio (qué recuerdos…) y ha enseñado el vídeo de las vacaciones en el pueblo rural al resto de la familia y a los más allegados. Feina feta.

Cenamos frugalmente (tenemos los estómagos encogidos por la emoción de la vuelta al cole), llamamos a Emma para decirle que hemos llegado bien, le dejamos el mensaje en el contestador y nos vamos a dormir todos menos mi hija, que se queda hasta las tantas practicando cibernada en la habitación del ordenador.
Dietario del pueblo rural. Día 6. Lunes.

Nos despertamos con el canto del gallo. Cris y yo parecemos dos pasitas arrugadas, igual que mi madre y el teutón, que han pasado la noche en la piscina. A mi madre, además, se le han pegado las aletas de la nariz al tabique de llevar tantas horas seguidas puestas las pinzas y tiene en la frente la marca del elástico del gorro. El pequeño y mi padre tienen los ojos rojos y no paran de ponerse colirio. La mayor luce unas ojeras azules, de no haber dormido, que le llegan casi a la barbilla. Nos encontramos en el comedor, en nuestra mesa habitual, y nos hacemos tanta gracia los unos a los otros que no podemos parar de reír. Entre carcajadas, el teutón le pide a la alemana lesbiana que nos saque cuatro botellas de cava para desayunar y brindar porque somos una familia feliz. La camarada se pone a llorar. Dice entre hipidos que llora en parte por la pinta tan ridícula que tenemos, en parte por ver tanta felicidad junta y en parte porque no puede evitar sentirse un poco desplazada del grupo. Soltamos una gran carcajada al unísono, ella se va a la cocina, vuelve con las botellas de cava, las deja encima de la mesa, se acerca a la cabina insonorizada del gallo, abre la portezuela, le salta los auriculares de un capón al bicho, la vuelve a cerrar, se sienta en un sofá y ahí se queda haciendo pucheros mientras nosotros brindamos sin parar y acabamos las cuatro botellas de una sentada.

Es nuestro último día entero en el pueblo rural. Empezamos a discutir sobre cómo queremos pasarlo. Mi padre, que hace eses sin levantarse de la silla, al ritmo de las jotas aragonesas que él mismo canta a voz en grito, y mi madre, que está borracha perdida, dicen que quieren ir primero a la farmacia a hacer acopio de aspirinas, suero fisiológico, primperán y caramelos de eucalipto, y luego a la camita. Cris, aprovechando que mi madre no está en condiciones, quiere pasar la mañana nadando en la piscina a sus anchas, no sin antes pasar por el chiringuito del río para comprarse unos manguitos porque no se ve ella en condiciones de flotar (qué previsora es). Mi hijo dice que va con ella al río y que se queda. Ya lleva puestos la mochila de las bombonas de oxígeno a la espalda, el traje de neopreno y las gafas, dice que ya verá cómo se pone el colirio debajo del agua. Mi hija ha desaparecido.

No me queda más remedio que llamar al orden: vamos a pasar el último día en el pueblo juntos, porque somos una familia (vuelve a aparecer mi hija), y lo vamos a pasar en la tienda de souvenirs. El teutón no, que no sólo no estamos emparentados con él de ninguna manera sino que además dudo hasta de que seamos de la misma especie. Le digo que no se lo tome como algo personal, pero que es así. Me dice que no sufra, que de todos modos será mejor que él se quede con Emma, que puede que a ella no le falte un poco de razón cuando dice que últimamente la ha tenido un poquito olvidada. Le pregunto quién es Emma. Me señala a la lesbiana alemana (¡Emma!). Hacemos el amago de quedarnos con ellos todo el día, que si hay que acompañar a alguien que se siente solo, se acompaña y más habiendo sido Emma (¡Emma!) tan amable con nosotros durante todos estos días. Dice que no, que ya se encarga él, que quiere un momento de intimidad para disfrutar de la carita que pondrá cuando le diga que fue él quien envió aquel ramito de violetas. Suspiramos todos a la vez imaginándonos el momento, le besamos, le abrazamos, le decimos que, si es necesario, cuelgue un calcetín en el pomo de la puerta, que entenderemos el mensaje, y enfilamos hacia la tienda de souvenirs.

Explico nuestro objetivo al resto de la familia: tenemos que hacer acopio de objetos preciosos o no que colocaremos en sitios estratégicos de nuestra casa en Barcelona para que los recuerdos agradables vayan viniéndonos a la cabeza constantemente, desde que nos despertemos hasta el momento en que nos vayamos a dormir. Paramos a esperar a mi padre, que está vomitando en un árbol. Cuando acaba de vomitar, nos desviamos del camino para acercarnos a la farmacia. Mi madre tenía parte de razón: el Primperán era necesario.

Llegamos por fin a la tienda de souvenirs. Nos dispersamos por las cuatro plantas y quedamos, dentro de tres horas, delante del mostrador de los hologramas de personajes típicos rurales, del holograma del cerdo a tamaño natural en concreto: no tiene pérdida.

Las tres horas pasan en un suspiro. Salimos a la plaza y repasamos todo lo que hemos comprado. Tiramos al contenedor los objetos repetidos: treinta trajes regionales (todos hemos comprado trajes para todos), cinco arados, cinco cosechadoras, cinco sacos de abono, cinco kits despertador (con sus cinco gallos, sus auriculares, sus cabinas insonorizadas, sus guantes de malla y sus hierros candentes); cinco muñecas lesboalemanas que al apretarles la barriguita repiten “Venga chicarrobas, ¡acabemos con la tiranía del género!” y “Puto pajarraco, puto pajarraco, puto pajarraco”. También hemos juntado entre todos seis figuras de porcelana que representan con un realismo aterrador, escala 1:1, a mi madre haciendo el vriksasana sostenida por la mano del teutón, pero accedemos a que mi madre se quede con las cinco que sobran; cuatro para regalárselas a sus amistades más cercanas y una para donarla a la piscina municipal de Ororbia, su pueblo natal.

Regresamos a la casa y nos encontramos nuestros equipajes, perfectamente alineados, ordenados por volúmenes de mayor a menor (ya no hay duda: el teutón y la lesbiana alemana (… ¡Emma!) son de otra especie) a lo largo de la acera, y un calcetín (mío) anudado al pomo de la puerta. Mi padre comenta que cree que nos han puesto de patitas en la calle. Saco del calcetín una nota que lleva escrito mi nombre. “Os ponemos de patitas en la calle. Buen viaje de regreso”. Me cuesta, pero reconozco que esta vez mi padre tiene razón. “No te preocupes”, me dice, “con el pedo que llevo aún y el colocón de primperán, mañana no me voy a acordar de nada”. Aprovecho para aliviar mi conciencia diciéndole que fui yo quien estrelló su coche contra aquella tanqueta de los marrones a finales de los 70 y que le quiero. Nos abrazamos y decidimos cargar los coches y tirar ya de vuelta para Barcelona.