divendres, 29 de juny del 2012

Hace años trabajé durante seis meses como productora y regidora en el programa Telemonegal. Yo curraba en BTV, en el Saló de Lectura. La casa decidió terminar con el programa. Tuvieron la amabilidad de recolocarme en el equipo de Monegal. Yo no veía la tele pero mis padres y mi hermano sí. A mis padres les encanta Telemonegal, se pusieron contentísimos cuando se lo dije. Mi hermano me dijo: hombre, este sí que lo veré, que es divertido. Yo no tenía ni idea de qué hacer en ese momento así que acepté. De repente me encontré trabajando en un despacho de Via Laietana, lleno de teles y de gente con auriculares puestos que veía la tele y tomaba notas a lo largo de toda la jornada laboral. Yo me pasaba el día hablando por teléfono y viendo vídeos ya montados que mostraban lo peor de la televisión.

Básicamente, mi trabajo se centraba en los últimos tres cuartos de hora del programa: los de la entrevista al invitado.

Me decían: queremos que venga fulanito. Y yo me las ingeniaba para contactar con él (no era tan difícil: a través de gabinetes de prensa de cadenas de televisión o pidiéndole el teléfono directamente al jefe -esa gran agenda de Ferran Monegal-, la cosa era coser y cantar).

Me encontraba con tres tipos de persona al otro lado del teléfono: la que se tomaba un poco como parte de su trabajo esto de ser un personaje público, la que se moría por venir y la que no quería venir ni de coña.
Los primeros solían ser gente que más o menos estaba orgullosa de su trabajo; eran un poco los 'profesionales', venían a contar de qué iba lo que hacían y conectaban inmediatamente con Monegal. La entrevista solía ser bastante de 'massatge', como dice el jefe: todo muy cordial y en medio de un ambiente de respeto. Estos, generalmente, en la sala de espera de invitados, con la tele puesta, antes de entrar al plató, aborrecían la primera parte del programa: la de sang i fetge. Entraban al plató y era lo primero que comentaban con Monegal. Estoy pensando en Núria Ribó, por ejemplo, o José María García, sí, flipé con García: se quería llevar a Monegal a Madrid.

La que se moría por venir, ya podía hacer el programa más horroroso de la historia de las ondas, que le importaba un pimiento: llegaban a BTV envueltos en un halo de polvo de estrellas y dispuestos a hacer su papel hasta el último minuto. El programa que hacían pasaba a un segundo plano inmediatamente, la conversación se centraba en el yo soy así y asá; venían totalmente disfrazados y se dedicaban a soltar barbaridades que hacían ulular al público. Recuerdo en esta categoría a Risto Mejide, por ejemplo, que no se quitó las gafas de sol ni para maquillarse. La relación que solían establecer con Monegal durante los tres cuartos de hora largos de entrevista era de falso colegueo. Ya podía estar el jefe dándoles una tunda hasta en el carnet de identidad, que ellos le reían las gracias e incluso llegaban a darle la razón cuando este les decía que lo suyo era una mierda. Lo suyo era una mierda, sí, pero ellos eran guays, ¿eh? Sí, vamos, guayísimos. Fumando el último cigarro en la puerta de BTV, cuando ya se habían ido, el equipo entero aún andaba con cara de asco.

Los que no querían venir ni de coña: Isabel Sansebastián y Curri Valenzuela.

Y Javier Sardà.

Las dos primeras, ni me cogían el teléfono. Una vez hablé con una persona de prensa de Telemadrid que me dijo que Curri Valenzuela ya conocía el programa y que cómo podíamos pensar que quisiera venir de invitada. Yo, mentalmente, le dí un poco la razón: en realidad, la propuesta de Telemonegal al invitar a alguien de esta calaña, estaba llena también de mala intención; la misma mala intención que vuelcan Sansebastián y Valenzuela en sus guiones, al elegir sus temas: lo que les estaba pidiendo por teléfono no era otra cosa que que se prestaran a un escarnio a cara descubierta y encima jugando fuera de casa. Y en directo además. El caso es que ambas sabían que viniendo, se encontrarían con eso. Y lo sabían porque sabían perfectamente que lo que hacían en sus programas era carne de escarnio.

Durante los seis meses que estuve en Telemonegal tragando, por motivos laborales, mierda televisiva, una de las preguntas que me acompañaron fue ¿cómo pueden algunos vivir tranquilos haciendo el trabajo que hacen? Me respondía a mí misma que probablemente tenían una perspectiva de qué era la realidad diferente a la mía, que probablemente ellos estaban tan convencidos como Monegal de que eso que hacían era un servicio utilísimo para la sociedad. No queriendo venir estas dos, entendí que no; entendí que ni ellas mismas se veían capaces de defender su trabajo.

El otro día, Sardà por fin accedió a ir al Telemonegal. Estuvo a la defensiva desde el minuto cero. Se aferró a la defensa de las horas de trabajo que suponía hacer un programa diario, coordinar un equipo tan bestia. Se aferró a los minutos de programa de calidad que en cada Crónicas marcianas convivían con horas absolutamente escarniables (toma palabro) mientras Monegal volvía y volvía sobre la parte negativa del trabajo de Sardà. Monegal, venga a tirarle vídeos deplorables. Sardà, venga a reclamar imágenes de los momentos sublimes. Era imposible que se entendieran: ninguno de los dos estaba dispuesto a mirar globalmente el trabajo del otro. Ambos buscaban lo peor del otro.

Ganó Sardà: le destrozó a Monegal el último programa de la temporada. Se reveló como alguien más profesional que cutresalchichero y dejó a Monegal como más cutresalchichero que profesional. La clave de la victoria fue que mientras Sardà apuntaba al aspecto del Telemonegal que todo el mundo intuye pero nadie acaba de decir (quien lo dice no vuelve a ver el programa y no vuelve a hablar del tema), Monegal apuntaba al aspecto del trabajo de Sardà que aunque todo el mundo conoce de sobras, no constituía motivo para dejar de ver Crónicas marcianas sino todo lo contrario.

Sardà sabía y controlaba la cantidad de buena tele y la cantidad de truño que había en Crónicas Marcianas. Monegal piensa que su programa es solo buena tele. Hasta la sección del Papitu, piensa que es buena tele. Ese es el problema de Monegal. Ese es el limbo al que lo han elevado temporadas y temporadas de Telemonegal; miles de espectadores que tampoco están seguros de qué es buena tele y qué no, y que agradecen que se lo apunten para pensar: ah, ya tenía razón yo escandalizándome por esto o cuando me gustaba esto otro.