diumenge, 8 de setembre del 2013

Comentábamos ayer con Xavier Antich por Facebook, a raíz de la publicación de "Los premios Nobel de literatura toman la palabra" -comentaba él, más bien, que a servidora, cuando se pone a hablar con gente como Antich, se le nota siempre la cortura de referencias-, que Thomas Mann, al constatar -y casi defender- en su discurso la poca habilidad del género escritor a la hora de ponerse a hablar en público, coincidía con María Zambrano y chocaba con Platón.

Mola coincidir con María Zambrano. Y mola que Zambrano coincida con los grandes de la escritura porque eso remarca la evidencia de que María Zambrano fue una grande de la escritura también.

No mola tanto no coincidir con Platón; no coincidir con Platón remarca la evidencia de la caída, aún inconclusa, está claro, del hombre cultivado.

Cuando la economía, lo material, cae hasta donde puede caer -mi abuelo, cuando algo se caía de la mesa y llegaba al suelo, decía: "No te preocupes; de ahí, no pasa"- lo que sigue cayendo es lo inmaterial, y lo inmaterial es la cultura. No voy a decir aquí que Mann ni Zambrano anduvieran en caída libre, por Dios, si lo suyo aún vuela; sí voy a decir que la retórica, en tiempos de Platón, era uno de los rasgos que definían al hombre culto. También es verdad que la escritura, eso que Zambrano y Mann dominaban, lo era menos. El medio ha cambiado, las necesidades de la gente, también. Hoy, quien más quien menos, se las puede apañar para adquirir alguna sabiduría sólo leyendo; cuando Platón, no: el mensaje, simplemente, o se decía o no llegaba a tantos. Así que todo maestro, para serlo, necesitaba saber decirse.

Ahora piensen en términos de hombre político. La historia de la retórica y la escritura ha ido un poco diferente por este lado. En tiempos de Platón había una identificación entre hombre político y hombre culto; ambos debían ser maestros y, por tanto, como decíamos, debían dominar el arte de la retórica. Si la rama del hombre culto que escribe y habla puede haber ido dejando atrás la parte del habla, la rama del hombre culto que hace política, se ha centrado precisamente en el discurso; incluso podríamos decir que lo que ha dejado atrás definitivamente es la parte de la escritura; yendo más allá aún: la del pensamiento. Al político, ahora, los discursos se los escriben; él sólo tiene que poner la cara, la imagen, estar pendiente de cuándo se enciende el pilotito que indica que tiene la cámara pinchada y hablar de una manera coherente, inteligible y más o menos respetuosa.

Que esto



vaya, en resumen, es impresentable. Es el pasotismo total. Es la inconsciencia total de la estulticia propia. Es la falta de respeto más absoluta por todo aquello que estás representando. Es el creerse de una impunidad supina ante del pasado, la historia, la cultura, la retórica, la escritura, el idioma y el mundo.

Y, por supuesto, es no coincidir ni con Platón ni con Zambrano ni con Mann ni con nada que vaya más allá de la unicelularidad más amebil; de la forma de existencia más parásita que pueda uno echarse a la cara.